Tomado de El Faro de Oriente
A medida que leo el discurso de Barack Obama en el que da por finalizadas las operaciones de combate en Irak, mi perplejidad va en aumento. Dice el presidente norteamericano que “es hora de pasar página”, destaca cuánto “ha sacrificado Estados Unidos en Irak”, agradece a sus tropas “un trabajo bien hecho” y hace al pueblo iraquí “responsable de su propia seguridad”. Como si fuese fácil -ni siquiera justo- que los iraquíes tuviesen que manejar la amalgama de grupos armados religiosos, insurgentes, asesinos de Al Qaeda, criminales sin ideología e intereses internacionales que se han apoderado de Irak gracias a la invasión de 2003. Como si fuera viable hacerlo con unas fuerzas armadas sectarias, mal entrenadas, infiltradas por milicias y divididas. Como si fuera posible hacerlo en un país sin Gobierno, sin leyes y sin principios.
Resulta inquietante el empeño norteamericano en hacer la guerra en otros países -llámese Irak o Afganistán- a espaldas de la realidad sobre el terreno y del sufrimiento de la población. No se le puede pedir que pasen página a 25 millones de iraquíes que han visto cómo se desintegra su tejido social, sus instituciones y su identidad nacional durante siete años y medio de invasión, guerra civil y ataques terroristas. No se les puede pedir al largo millón de refugiados que olviden su país natal, ni al millón de desplazados internos que renuncien para siempre a las casas que heredaron o levantaron gracias a una vida de esfuerzos y que dejen de odiar a los vecinos de la secta contraria que les expulsaron.
Más indignante resulta pretender convencerlo de que las tropas norteamericanas “han hecho un buen trabajo” -bombardeando núcleos civiles con armas químicas, atacando mezquitas, aumentando las filas de la insurgencia suní y alimentando el odio de las milicias chiíes con su agresividad, entre otros tantos ejemplos-, pero lo inadmisible es que tanto él como su número dos, Joe Biden, den por terminada la guerra.
Puede que termine formalmente la invasión -y hay que recordar que se quedan 50.000 soldados de EEUU en sus bases iraquíes- pero eso no da por finalizada la guerra. Que se lo pregunten a los familiares de los 436 muertos que, según el Gobierno iraquí, fallecieron en agosto por causas violentas, cuando los norteamericanos apresuraban su retirada huyendo del vacío político que hoy amenaza con desembocar en otra fase de la guerra civil sino en golpe de Estado. Si eso no es la estadística de un conflicto, que explique Obama cuánta gente tiene que morir en Irak para no pasar página y acometer su responsabilidad, la misma que adquirió su país en 2003 cuando decidió ocupar la antigua Mesopotamia para liberar a los iraquíes del dictador. Porque puede que fueran liberados de la dictadura, pero ahora son rehenes del terror y las fuerzas de Seguridad locales han demostrado con creces ser incapaces de confrontar la violencia. De lo que sí son capaces es de contribuir a la expansión de la misma.
“EEUU ha pagado un precio enorme para poner el futuro de Irak en manos de su pueblo”, dice Obama. Para ser exactos, el precio enorme asciende a 4.416 muertos. Lo que el presidente no se ha preguntado es cuál ha sido el precio que han pagado los iraquíes por su liberación. Tampoco es fácil saberlo porque nadie se ha molestado en investigarlo, a diferencia de la escrupulosa contabilidad que se lleva a cabo con los muertos occidentales.
La única cifra actualizada, del Iraqi Body Count, es tan mínima que resulta irrisoria. Habla de menos de 100.000 muertos. En 2006, el peor momento de la guerra civil iraquí, un estudio de la revista médica The Lancet afirmaba que probablemente se habrían sobrepasado los 650.000, número que un año más tarde sería aumentado al millón por el centro independiente británico Opinion Research Bussiness. El Centro de Estudios Estratégicos para Irak, basado en Damasco, habla de 1.250.000 muertos. El Gobierno iraquí, poco conocido por su fiabilidad, afirma que no son más de 50.000 desde 2003.
Si recorren las calles de Bagdad y hablan con sus habitantes, comprobarán que todos están convencidos de que el balance no está por debajo del millón de muertos. No es una cifra elegida al azar, sino fruto de un cálculo lógico y casi conservador. Partamos de los 30.000 muertos admitidos por el general estadounidense Tommy Franks como consecuencia directa de la invasión y comencemos a sumar. En 2006, en una sola jornada se podían contabilizar 150 muertos en la morgue de Bagdad. A esa cifra hay que añadir los cadáveres recibidos en el resto de depósitos del país y aquellos que fueron enterrados por sus familiares sin notificarlo a las autoridades, así como las víctimas de los bombardeos aliados que no eran trasladados a hospitales sino directamente a los cementerios, y multiplicar el resultado por los 30 días de cada mes. A su vez, ese resultado debe ser multiplicado por los dos años y medio que duró la guerra civil. Al resultado final habría que añadir los muertos en atentados de Al Qaeda entre 2007, cuando se congeló la guerra sectaria, y 2010.
¿Quién ha pagado un precio más alto, quién se ha sacrificado, quién es el responsable de las guerras que vienen? Porque esto no es el final sino el principio de una nueva fase de inestabilidad, como demuestra la cadena de atentados vivida este Ramadan. Al Qaeda -inexistente durante la dictadura- sigue en plena forma, el Gobierno no está formado pese a que han transcurrido seis meses desde las elecciones y los odios sectarios, así como los ánimos de venganza, siguen vigentes.
Joe Biden reparte felicitaciones a sus altos mandos en directo desde Bagdad. Todo son sonrisas y parabienes. Nadie ha pedido disculpas por el ingente error cometido en Irak, por la invasión, por dejar el país a merced de Al Qaeda e Irán, por un millón de muertes. Para Estados Unidos las operaciones de combate han terminado, pero eso no significa que los iraquíes vayan a dejar de morir. Y el doble rasero occidental que destilan los discursos norteamericanos seguirán alentando los atentados y el odio entre culturas.
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