10/25/2010

Deportaciones selectivas

Por Jorge Durand   La Jornada
En un vuelo que llevaba a 53 deportados –en julio pasado–, de un centro de detención de Chicago a la frontera de Brownsville, Texas, la mayoría eran delincuentes, incluidos uno por asesinato, 16 por agresión sexual, 11 por manejar borrachos, nueve por asuntos de drogas y seis por robo. Sólo seis no tenían antecedentes policiales.
Las expulsiones al interior de Estados Unidos han aumentado de manera considerable durante el gobierno del presidente Barack Obama. Para este año se espera deportar a 400 mil migrantes irregulares, muchos de ellos convictos que cumplieron su condena o son considerados un peligro para la sociedad.
Estas deportaciones son legalmente consideradas como tales, por tanto, requieren un juicio. Técnicamente, se les conoce como removals o remoción. Son diferentes a las deportaciones expeditas, conocidas como return que se hacen en la frontera con México.
El cambio ha sido paulatino, pero significativo. Ahora es una prioridad que la migra trabaje tanto al interior como en la frontera. Los números hablan por sí solos. En 1990 se deportaron del interior 30 mil migrantes y se retornó a un millón en la frontera. En 2000 se deportó a 188 mil y se retornó a un millón y medio. En 2009 se deportaron 393 mil y se retornaron 580 mil.
En términos prácticos, esto significa un cambio drástico en la manera en que los migrantes perciben su situación presente y futura. En los años 90 el problema consistía en cruzar la frontera; una vez logrado ese objetivo se podía respirar tranquilo. Las probabilidades de ser capturados al interior de Estados Unidos eran mínimas: una de 30. Valía la pena la inversión y correr el riesgo. Ahora todo es mucho más complicado.
A diferencia de la ley Arizona y otras semejantes, que no hacen diferencias y que consideran a todos los indocumentados como criminales, el gobierno federal ha tratado de aplicar una política selectiva. Se trata de jerarquizar y no de perder el tiempo en juicios largos, costosos e inútiles.
Los primeros beneficiados han sido los jóvenes migrantes (estudiantes) que pertenecen a lo que se ha llamado la generación uno y medio. Aquellos que llegaron de niños a Estados Unidos, se socializaron en el barrio, fueron a la escuela y quieren seguir estudiando. Son considerados por algunos analistas como un potencial importante para el futuro del país. Cuentan con ayuda de sus maestros que los promueven para seguir estudiando y entrar a la universidad. También tienen el apoyo de los reclutadores del ejército que ven en ellos a posibles candidatos. Para este grupo ha sido diseñada una propuesta de ley, conocida como dream act, que ha sido rechazada, media docena de veces, por los republicanos.
Pero a pesar de las negativas a dicha legislación, en la práctica los jóvenes que quieren seguir estudiando pueden hacerlo y no son deportados. No es fácil su ingreso y permanencia en las universidades públicas, pero hay maneras de lograrlo y cuentan con el apoyo de varias organizaciones. Esto ha provocado que la lucha de los estudiantes universitarios indocumentados sea más abierta; algunos han perdido el miedo a la expulsión.
Otro cambio se ha empezado a notar en las cortes, para el caso de las madres de familia. En 2006 fue deportada Elvira Arellano, madre de un niño estadunidense de siete años, que se atrincheró en una iglesia durante varios meses e inició una larga lucha, que ya empieza a dar resultados. Su argumento era muy simple: podía demostrar que era una persona honrada y trabajadora, con un único objetivo en la vida: cuidar y darle un futuro a su hijo, ciudadano de ese país. De nada valieron las cartas al presidente Bush y toda la presión política y mediática.
No es un caso aislado. Cuatro millones de niños estadunidenses tienen al menos a uno de sus padres en situación irregular. La deportación de uno de ellos significaría la ruptura del núcleo familiar y mayores problemas para la sociedad.
Es el caso de la familia Mota Pineda. El padre fue apresado en 2006 por manejar en estado de ebriedad. Pasó seis meses en la cárcel y luego empezó el juicio de deportación. Para quedarse tenía que demostrar que era una persona honrada y trabajadora, que había vivido 10 años en el país y que su expulsión significaría un perjuicio grave y excepcional. Según el juez, cumplía con las dos primeras premisas, pero no con la tercera. Fue deportado en 2008.
Luego se descubrió que la esposa y madre de cuatro hijos nacidos allá también estaba en situación irregular, y fue sometida a otro juicio de deportación. Con el apoyo de un nuevo abogado y varias organizaciones se dio la batalla. Finalmente, el juez, después de escuchar a los hijos, decidió que la presencia de la madre era fundamental para mantener la unidad familiar. Se había ganado en primera instancia.
Obviamente, hubo apelación. El argumento de la migra (Inmigration and Customs Enforcement, ICE) era que la hija mayor iba a cumplir 18 años y podía encargarse de sus hermanos. Empezó una nueva pesadilla, pero el juicio coincidió con un memorando de John Morton, jefe de ICE, donde recordaba a sus subordinados que la prioridad del gobierno era deportar a migrantes irregulares que son un peligro para la seguridad nacional o un riesgo para la sociedad. El Jefe Morton había dejado claro que no tenía sentido gastar dinero de los contribuyentes en juicios largos e inútiles: se trata de encontrar soluciones de sentido común, dado que hay recursos limitados.
El caso reseñado es, obviamente, una excepción. Pero denota un cambio importante en la política de deportaciones. Un cambio que puede ser positivo para muchas familias, pero que también puede tener otras repercusiones.
La contraparte la estamos sufriendo en México, en los barrios populares y en los pueblos de migrantes donde llegan los deportados con antecedentes penales, quienes no buscan o no encuentran trabajo, se sienten desubicados, presionan o extorsionan a sus familiares y son un problema adicional en cuestiones de seguridad.

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