4/14/2011

Reaccionarios Republicanos

 Max J. Castro
Wisconsin produce más queso que Suiza y tiene un suministro estable de políticos progresistas. Es más, desde las primeras décadas del siglo 20 –cuando Robert M. La Follette, un campeón del progresismo, sirvió al estado como gobernador, representante al Congreso y al Senado de EE.UU., cuando Wisconsin eligió a Russ Feingold, posiblemente el miembro más liberal del Senado (hasta su derrota en la “paliza” a los demócratas de 2010)— nadie podía confundir la cultura política de Wisconsin con la de Alabama.
Lamentablemente, aunque el estado aún produce mucho queso, el gusto de los norteamericanos se ha globalizado y muchas personas hoy día prefieren un brie francés o un manchego español a lo que se produce en el estado de los tejones. En cuanto a la política, la derrota de Russ Feingold fue solo una de las claras señales de un fuerte viraje a la derecha. Es más, los políticos republicanos de Wisconsin pueden asegurar que desempeñan el papel principal en la campaña hacia un Estados Unidos realmente reaccionario.
Casi todos los gobernadores republicanos recién electos quisieran deshacerse de los sindicatos, especialmente los que representan a los empleados públicos, el chivo  expiatorio de los republicanos en esta temporada. Y ciertamente muchos de estos republicanos que detentan el poder ejecutivo en los estados están haciendo todo lo posible por destruir a los sindicatos. Pero el gobernador Scott Parker –quien recibió muchos dólares de campaña y mucho apoyo de los hermanos Koch, billonarios de ultra derecha y donantes veteranos de una panoplia de causas y organizaciones reaccionarias-- fue el primero en saltar fuera de la caja.
Y Parker casi logró aplastar a los sindicatos del sector público, aunque lo hizo por medio de legislación, y no por medio de los favoritos de los viejos tiempos: balas y bates de béisbol. Él logró que se aprobara su proyecto de ley contra los sindicatos a pesar de prolongadas y masivas protestas que paralizaron al capitolio estatal durante semanas.
Parker pudo demostrar que podía hacerse, incluso en un estado históricamente progresista y en contra de una fuerte oposición. Su triunfo envalentonó a otros gobernadores republicanos, algunos de los cuales ya han logrado o están a punto de lograr una vieja aspiración republicana: una fuerza estatal de trabajo a la que se ha privado de cualquier arma para defenderse de la explotación y la gerencia arbitraria.

Probablemente una contribución de Wisconsin aún más letal que la de Parker al actual circo político norteamericanos sea la de Paul Ryan, el reputado niño prodigio republicano ungido como el zar de facto del presupuesto por los líderes republicanos en la Cámara de Representantes. Fue el representante Ryan, presidente del Comité Presupuestario de la Cámara de Representantes, quien propuso recientemente un plan que es el más desvergonzado ejemplo de guerra de clases en beneficio de los ricos y en contra de todos los demás, en especial los pobres. Nada que hayan escrito Dickens o Marx puede igualar este ejemplo de pura crueldad, impudicia y ambición. Habría que inventar una nueva palabra –draconiano es demasiado suave en este caso— para describir la naturaleza de los recortes propuestos por Ryan.
Ronald Reagan y George W. Bush se contentaron con destruir sin compasión los programas que servían “tan solo” a los pobres y a los impedidos, mientras disminuían los impuestos a los ricos hasta niveles ridículamente bajos. Paul Ryan también quiere hacer ambas cosas –arruinar a los pobres para beneficiar a los ricos— solo que de manera más completa. Pero Ryan no se detiene ahí. Quiere eliminar Medicare, un programa que una vez se consideró intocable y que ha demostrado ser extremadamente eficaz y sirve a todos, en especial a la clase media.
El pretexto que más citan Parker, Ryan y los de su calaña es la imprescindibilidad de reducir el déficit o arriesgarse a consecuencias extremas inminentes. Si eso implica causar dolor y sufrimiento, que así sea; la amputación salvadora de un miembro gangrenoso también provoca dolor y sufrimiento. Por lo tanto, en el programa “Meet the Press” de la cadena NBC el domingo pasado, Ryan defendió el “rediseño” de Medicaid y Medicare (no está claro si el eufemismo es de Ryan o de Tom Curry, de MSNBC, el cual reportó la noticia) al decir que es imperativo hacerlo a fin  de evitar una soberana crisis de deuda.
No importa que el déficit sea el resultado de la crisis económica provocada por la desregulación financiera patrocinada por los republicanos (y también por algunos demócratas defensores de las corporaciones, como el presidente Carter y su secretario del Tesoro Robert Ruvin), además de las múltiples guerras de Bush (Afganistán, Irak, la guerra al terror).
Sin embargo, Ryan vigila con ojos de águila y no le importa a quien inflige dolor y sufrimiento para servir a una causa mayor –ni quien va a cosechar las mejores recompensas. Es así que su plan hace un llamado a reducir los impuestos al segmento de mayores ingresos desde un bajo 36 por ciento (según normas internacionales e históricas; bajo el presidente Dwight D. Eisenhower, la tasa de los segmentos de mayores ingresos era de 90 por ciento), ideado por George W. Bush hasta un miserable 25 por ciento.
Puede que usted se pregunte cómo es que la disminución de los impuestos a los ricos ayudará a balancear el presupuesto (al mismo tiempo que se disminuye el desempleo). La justificación se remonta a una vieja y desacreditada teoría que era denominada como “curva de Laffer” que asegura que  mientras más bajas sean las tasas de impuestos, mayor será la recaudación del gobierno. La falacia de esta teoría es evidente, pero también ha sido desmentida por la historia –las grandes reducciones de impuestos bajo Reagan y Bush el joven provocaron récord de déficits— y denunciada como una tontería por su principal arquitecto, David Stockman, director de presupuestos de Reagan. Hasta George H.W. Bush la denominó como “economía vudú” –un insulto a la tradición religiosa haitiana heredada de África.
Adicionalmente, el presupuesto militar, cada vez más grotescamente inflado e ineficiente en grado sumo, y que según algunos estimados alcanza a casi la mitad de todos los gastos del gobierno –y de manera más general, el enorme costo para mantener el extendido imperio norteamericano— se queda muy alejado de la cuchilla reductora de Ryan.
Por otra parte, Paul Krugman, ganador del Premio Nobel de Economía y columnista de The New York Times, ha señalado la tremenda irracionalidad de la locura de la reducción del déficit que actualmente aqueja a gran parte de la clase política de Washington y a los expertos que infestan los medios corporativos y también gran parte de los principales medios públicos.  La demencia de recortar el gasto del gobierno, en momentos en que el gasto privado es suficiente para soportar tan solo una recuperación limitada e incierta, es tema de la econo0mía elemental.
Lo más preocupante es que el presidente Obama, quien debiera darse cuenta y probablemente lo haya hecho, esté entre los que se han unido a la falsa ilusión del recorte del déficit. Alardeó en una declaración que anunciaba un acuerdo provisional a último momento (literalmente) con los republicanos para evitar un cierre  del gobierno que significó el mayor recorte de gasto gubernamental de la historia.
Obama olvidó mencionar que también representa uno de los mayores derrumbes presidenciales de la historia. Es más, Obama terminó por aceptar recortes mayores que los exigidos por los republicanos en su posición negociadora inicial.  En otras palabras, como diría George W. Bush, el presidente de la Cámara de Representantes John Boehner se comió el almuerzo de Obama, Los republicanos aumentaron constantemente sus exigencias y Obama pestañó en cada oportunidad. Y este fue solo la primera escaramuza de muchas batallas presupuestarias en el futuro. ¿Qué exigirán los republicanos dentro de pocas semanas a fin de permitir que crezca el techo de la deuda?
En cuanto al problema del déficit a largo plazo, Krugman, uno de los pocos economistas que previeron la catástrofe financiera y económica de 2008  mucho antes de que sucediera, es especialmente incisivo y mordaz en su disección de la propuesta de Ryan. Además de calificarla de “ridícula y cruel”, Krugman demuestra lo absurdo de los supuestos y conclusiones que se incluyen en el plan del presupuesto. ¿Y Ryan es el intelectual republicano que está enterado de todo lo que concierne al presupuesto?
La propuesta de Ryan no sobrevivirá el proceso de aprobación en el Senado o, en última instancia, el veto de Obama. La luz lejana en esta oscuridad es que la propuesta de Ryan ha puesto en evidencia con más claridad que nunca hacia dónde van los republicanos, qué defienden y junto a quiénes están. Ya no existe la cortina de humo del “conservadurismo compasivo” con que salpicaba Bush su retórica. Al mismo tiempo, Ryan ha impuesto una norma muy alta y los demócratas parecen incapaces de hacer algo, excepto pedir que se les permita cumplir una norma algo menor.
Los republicanos no están recibiendo el 100 por ciento de lo que desean, pero están recibiendo mucho y están imponiendo los términos de la discusión, a pesar del hecho de que su proyecto significa una locura económica y es un insulto al más elemental sentido de justicia social – esto último reconocido como un concepto extraño y contrario a los conservadores más implacables.
A no ser que se detenga el empuje del Partido Republicano para hacer de la nación un país radicalmente reaccionario, nos enfrentamos –al menos los ciudadanos comunes y corrientes— a tiempos muy difíciles.

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