VII Estación Ventura
Sí, soy hoy un anciano y hay mucho de confusión en mi mente cuando recuerdo todo esto. Pienso que el ser humano no debería de vivir más allá de los cuarenta años. Así no das lastima y tus recuerdos no te confunden. A veces en mis sueños veo las caras de esos hombres armados. Pero no sé cuáles son sus nombres. Todos son, si, el mismo barro moreno y por sus uniformes, como en vida, me es difícil saber en qué bando están o a quien siguen. Es por eso que he llegado a la conclusión que no había ninguna diferencia entre todos los infelices pendejos que nos andábamos matando entonces.
Había un frio de la chingada cuando salimos de Orizaba. El 88 se encontraba hacinado arriba de los vagones de ferrocarril. Dentro de estos viajaba la caballada, un par de cañoncitos, municiones, rifles, y otra impedimenta. En un carro viajaba la oficialidad. Pero los jefes –cabos y sargentos—también viajaban encima de los vagones.
Tal vez usted solamente ha viajado dentro de un camión o de un tren y no podría aquilatar lo que estábamos sufriendo pues caía una lluvia fría y soplaba un viento glacial que nos calaba hasta los huesos. Los tristes uniformes de federal color mojón seco, el quepí juarista, y nuestros huaraches poco nos protegían de los elementos. Nos acurrucábamos juntos para tratar de protegernos de la intemperie.
Si, el glorioso 88 batallón de infantería era un conjunto de miserables –en su mayoría chamacos y ancianos-- que sentía como sus fuerzas se iban lentamente desvaneciendo con el frio. Pronto, intuía, ya no tendríamos ánimo para seguir vivos. Tal vez morir seria entonces una misericordia pensaba.
--¡A ver cabrones! –rugió el sargento Toribio--. Tú, y tú, váyanse a la locomotora…si es esa chingadera que avienta humo…tráiganse leña…el maquinista se las dará…les enseñare como hacer una fogata aquí, sobre el vagón…no, pendejos, no se va a quemar el vagón…¡yo sé cómo hacerlo, carajos!
Muchas veces he recordado con agradecimiento como esos jefes se desvivieron por mantenernos vivos. Si, era su deber, lo entiendo pero eso no cambia que sin su experiencia de soldados, que les había enseñado toda clase de mañas para sobrevivir, no estaría yo vivo. No, no había nada de capas o impermeables, carajos, éramos el ejército mexicano y como siempre no teníamos ni una chingada. Pero afortunadamente pronto había varias fogatas encima de los vagones junto a las cuales logramos medio restablecernos.
En Maltrata vide como engancharon una locomotora inmensa que llamaban “cuata”, poderosísimas, que era apenas la que podía jalar el convoy a través de esos declives. Había, debo aclarar, siempre una nube de ceniza que nos caía desde la locomotora. Años después aprendí, de boca del mismo Rodolfo Fierro, un ex garrotero, que el color del humo de esta te indicaba que tan eficiente era la combustión. Si el humo no era muy negro la locomotora vencía con facilidad los obstáculos. Pero si el humo se oscurecía notábamos como poco a poco íbamos subiendo velocidad. Todo dependía de la pericia del maquinista en asegurarse que la locomotora operara a su máxima eficiencia.
La vía serpenteaba por entre la sierra y los acantilados le daban a uno tremendo vértigo. En todos lados se veían evidencia de derrumbes. La sierra era zona sísmica y era evidente que era un reto constante mantener la vía abierta. A veces, al fondo de un acantilado, podíamos ver los restos de un convoy que se había desbarrancado. Si hubiera un temblor, intuí, varios de los peñones gigantescos a nuestro alrededor se dejarían caer sobre el convoy.
De vez en cuando entrabamos en un túnel y nos teníamos que pegar al techo del tren. Era entonces cuando el humo de la locomotora nos sahumaba y salíamos tosiendo del túnel. Había también lo que llamaban viaductos. Estos eran túneles con una pared abierta, muy comunes en Suiza, con columnas puestas de ex profeso. El humo no nos atormentaba tanto en estos.
El rancho fue minúsculo, apenas unos frijoles y unas tortillas tan viejas y duras que han de haber quedado de la expedición de Santa Anna a Texas. Pero tal era mi hambre que comí ese miserable rancho con avidez. Eso sí, seguí la consigna del sargento Toribio de comer lentamente, muy lentamente, para que el cuerpo creyera que era más el alimento. Por supuesto, hacíamos nuestras necesidades ahí mismo, encima de los vagones.
Empezó a atardecer y la sierra parecía interminable. Yo no tenía ni idea donde diablos estábamos pero a mi alrededor solo se alzaban montañas gigantescas, algunas nevadas. No había casi vegetación, acaso unos tristes arbustos que lograban sobrevivir en esas rocas y abruptos ríos de lava congelada. Seguramente, pensaba, he muerto y estoy en el infierno. Este lugar, si, era el culo del mundo.
Los jefes nos despertaron. Estaba a punto de amanecer. A mi alrededor se oía un mar de tosidos. El tren iba a paso de tortuga entre campos de magueyes. Estábamos en el altiplano.
--¡Arriba cabrones! –juro Toribio--. Voy a pasar lista.
Y comenzó a recitar una secuencia melancólica de puros Juanes y unos cuantos Guadalupes.
Un cabo se acercó a Toribio.
--El teniente quiere saber cuántos tienes.
--Dile que 42. Hay seis enfermos.
En efecto, cuatro de los más ancianos de los “forzados” –eso propiamente éramos—apenas podían contestar y tampoco incorporarse. Igual, dos chamacos estaban febriles y delirantes.
--Pos tienes suerte –dijo el cabo--. A González ya se le anda muriendo la mitad.
Toribio sacudió la cabeza. Eran menesteres del oficio. Siempre habían pérdidas por la intemperie.
--¡Escuchen cabrones! –Indico Toribio llamándonos la atención--. Vamos llegando a Estación Ventura. Ahí encontraran una cocina en la estación. Pero antes vamos a tener que bajar a los enfermos.
En efecto, el tren se detuvo frente al andén. Pero bajar a los enfermos del techo de los vagones no era fácil. Fue a base de muchas mentadas y juramentos que logramos bajar a los enfermos sin que se rompieran ellos (o nosotros) la crisma. Lo que habíamos aprendido, si, era una lección importante: solo si trabajábamos en equipo lograríamos sobrevivir.
Los jefes nos hicieron formar. Afortunadamente estaba en la segunda fila. No quería que Cervantes me fuera a ver. Pero no, el capitán creo seguía emborrachándose en el carro de los oficiales.
El que si nos inspecciono fue un teniente muy jovencito, tal vez recién egresado del colegio militar. Lo oí murmurar un “Dios santo” al observarnos.
--El problema, mi teniente –observo Toribio—no es tanto lo jodida que está esta gente.
--¿No lo es, sargento? ¡Están de la chingada!
--Pos no, mi teniente. El pedo es que la mitad trae 30-30 y la otra mitad mausers.
Los mausers eran el rifle standard en el ejército federal. No sé de donde carajos les habían dotado de 30-30’s al 88. En todos sentidos, el máuser era superior, por más que la gente le cante al 30-30. El máuser tenía mayor alcance y el plomazo era más letal.
--Además, mi teniente –continuo Toribio--, pos en su triste vida han disparado un arma estos cabrones. No meterán ni las manos cuando choquemos con los maderistas.
El teniente sacudió la cabeza. Tenía mucho de razón Toribio. El resto del convoy estaba igual armado con una mezcolanza de armas. Carajos, ¡no me sorprendería que hubiera habido también unas morenas lichas de tiempos de la guerra de Texas en manos de algunos soldados del 88!
El coronel tomo cartas en el asunto. Nunca supe por qué maldita razón el tren se había detenido. Se rumoreaba que no partiríamos sino hasta el dia siguiente. Separaron las armas. Nuestra compañía, afortunadamente, se quedó con puros mausers. Los jefes y oficiales aprovecharon la espera para entrenarnos. Nos repartieron cinco cartuchos, no más. Primero practicamos con el rifle descargado. Finalmente nos dejaron disparar. El blanco era una nopalera. A la primera descarga esta ni se inmuto. Nuestra puntería era de la chingada.
--¡Ah bola de pendejos! --juro Toribio--. ¡Alto el fuego bola de inútiles!
Volvimos a practicar con el rifle descargado. Los jefes, usando señas y mentadas de madre (lenguaje universal) les indicaban a los que no hablaban español como cargar el rifle y apuntar.
Para la quinta descarga logramos tumbar algunas pencas de la nopalera. Pero ya no había más parque para usarlo en practicar. Déjenme explicarles que en ese entonces no había ninguna fábrica de municiones en México. Todo el parque venia de Europa o de Estados Unidos y entraba por Veracruz y de ahí se distribuía a todo el ejército.
Por lo menos esa noche pudimos hacer vivaques al pie del convoy y no tuvimos que dormir arriba de este. Si, había una cocina, pero lo que nos repartieron era lo mismo de siempre: frijoles y tortillas del tiempo de la Intervención Francesa. Si acaso había tantito más de estas.
Los jefes recorrían el vivaque. Logre oír al sargento Toribio decirle entre con satisfacción y resignación al teniente:
--Por lo menos estos pobres pendejos ya dispararon sus rifles mi teniente.
--Bien, cuídelos sargento a ver si no se nos mueren más esta noche.
En efecto, los cuatro ancianos y uno de los chamacos que habían enfermado se habían muerto ya. El chamaco que quedaba moriría al amanecer, cuando nos íbamos subiendo al tren. Y si, dejamos a otros tres enfermos en Ventura.
La máquina silbo y continuamos nuestra horrenda travesía hacia el norte.
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