VIII El 20 de noviembre
Chapultepec – domingo, 20 de noviembre de 1910
Ramiro era un viejo sargento que había estado con Porfirio Díaz desde la Carbonera. Ahora era el valet del dictador. El viejo sargento nunca había tenido miedo cuando se enfrentaba a los zuavos. Hoy, sin embargo, atisbaba con cuidado antes de entrar en el amplio corredor que llevaba a la recamara del presidente.
Ramiro se persigno. Luego recogió la charola de plata con una taza donde se observaba un líquido color chocolate. Trémulo, el viejo sargento camino por el pasillo. Estaba muy pálido.
Una voz femenina lo increpo.
--¡Ramiro!
El corazón del viejo soldado dio un vuelco. Sus manos amenazaban con temblar. Si dejaba caer la charola seria el acabose.
Suspirando y tratando de mantener la entereza Ramiro se volteo hacia donde había venido la voz.
--Maldita vieja –pensó Ramiro muy pero muy para sus adentros--. Me flanqueo como si hubiera sido gente de leva.
Una mujer alta, elegantemente vestida, ya grande lo observaba con un dejo de altivez que era imposible de ocultar. Era tan solo las siete de la mañana pero la mujer ya estaba enchongada y enjoyada.
--Señora, usted dirá, señora –respondió Ramiro dándole una leve inclinación a doña Carmen Romero Rubio de Díaz, la esposa del presidente.
--¿Qué llevas ahí?
Era lo mismo que había llevado por los últimos treinta años a la recamara del presidente.
--El champurrado para el señor general, señora.
La mujer suspiro y vio con cierto asco el líquido.
--Digne de un pesant –dijo con desdén la mujer.
Ramiro no entendió lo que había dicho la mujer pero el tono era obvio.
--Es lo que ordeno mi general, señora.
La mujer suspiro.
--Bien, en avant, en avant –dijo indicándole que continuara.
Ramiro encontró al viejo ya despierto y meando en su bacinica. Ramiro le dio el saludo militar y el viejo –una vez que acabo—se lo contesto.
--Buenos días, mi general. Le traje su champurrado.
--¿Te embosco mi vieja? –pregunto el dictador de México.
--Doña Carmen me embosco como a un infeliz chamaco de leva, mi general. Pero no acepto mi rendición y me dejo llegar a darle a usted el parte de mi derrota.
El viejo se rio quedamente.
--Las armas champurradas se han cubierto de vergüenza, Ramiro.
Si por su esposa fuera el dictador desayunaría crepas y otras “mugres francesas”.
--Pos si me quiere fusilar mi general pos estoy a sus órdenes.
El dictador se rio. En todos esos años doña Carmen no había fallado en emboscar y darle un susto de alguna manera a Ramiro. Era ya una especie de ritual mañanero.
Ramiro puso el champurrado en la mesita donde lo había hecho por los últimos treinta años. Solo había una sola cama en la habitación. Doña Carmen tenía su propia habitación.
El viejo observaba desde una ventana el amplio patio del Castillo.
--Hoy es domingo mi general.
--Correcto, Ramiro.
--Vendrán por usted en veinte minutos.
--Pues comencemos –indico el dictador.
Acto seguido la ceremonia dominical se inició. No había necesidad de rasurarlo pues Ramiro lo había hecho la noche anterior. De todas maneras le pasó rápido la navaja para que no hubiera un pelo de más en la barba. Y corto lo necesario del bigotazo. El viejo mientras miraba impasible a un espejo.
Luego Ramiro le quito el camisón de vestir y el viejo quedo en calzoncillos. Ramiro lo ayudo a ponerse unos pantalones de caballería. No, no eran jodphurs, esos el viejo decía eran para putos. Estos eran los duraderos pantalones de un lancero de la caballería mexicana, aunque sin los adornos y filigranas que los chinacos acostumbraban. Una camiseta, blanca, siguió. Y luego la casaca, igual, la que portaría un simple un soldado de caballería. Las ropas, sin embargo, habían sido hechas a la medida pues el viejo ya estaba panzón. Finalmente siguieron las botas con espuelas. Esto fue lo más problemático pero se logró eventualmente. Ramiro le paso un sombrero, amplio, pero no tanto como el de un charro.
El viejo se contempló en el espejo. Ramiro le paso un pesado reloj con una cadena. El viejo lo abrió y lo reviso.
--Vamos, me quedan cinco minutos –dijo el viejo.
Acto seguido el dictador agarro el champurrado y se lo tomo todo de un sorbo.
Seguido de Ramiro el dictador se encamino por el amplio corredor donde doña Carmen había emboscado al sargento. El dictador emergió en una amplia explanada. Dos tenientes del estado mayor presidencial saludaron al verlo. En medio de ellos había una yeguota negra. Portaba una hermosa silla hecha con cuero español.
Don Porfirio contesto su saludo.
--¿Cómo está la Tomasa?
--Esta presta, mi general
Ramiro produjo un banquito y los dos tenientes ayudaron al dictador a subirse trabajosamente en la yegua. El viejo agarro las riendas que Ramiro le pasó. Por un momento el viejo sargento observo una sonrisa lupina en el anciano. Los dos oficiales a su vez montaron ágilmente sobre sus caballos.
--Vámonos, señores –indico el dictador iniciando así su recorrido dominical.
Desde un amplio ventanal tres hombres observaban la escena. Uno era Limantour, el secretario de hacienda. Uno era el generalote del pelo cortado a cepillo con la cicatriz que le hizo un zuavo que encontramos ya antes, cuando se condenó a Cervantes. Era el secretario de guerra. El tercero era el secretario de gobernación.
Los tres hombres observaban la escena sin decir palabra. Una vez que el dictador hizo caminar lentamente su yegua los tres dejaron salir un suspiro de alivio.
--Ay Dios mío –dijo quedamente el de gobernación.
--Si se cae las consecuencias serían inimaginables –dijo Limantour secándose el sudor con un elegante pañuelo de seda.
--Despreocúpense señores, le dije a esos dos oficiales que si el presidente se luxaba siquiera un tobillo los haría fusilar –indico el generalote--. Además, la Tomasa esta ya rete vieja. No va a desbocarse. No sé si esa yegua lograra llegar a fin de año.
--El régimen no llegaría al fin del año si don Porfirio se rompe la crisma –indico Limantour.
--Pues yo no voy a ser quien le diga que no monte los domingos –contesto el generalote--. Si ni doña Carmen se lo prohíbe pos yo menos.
Limantour suspiro. El general tenía razón. Hay cosas, pensó, que están fuera del control del secretario de hacienda de México.
--Bien, señores, por favor, comencemos –indico Limantour.
Los tres se sentaron alrededor de una elegante mesa de acuerdos. Un gran mapa de la república mexicana se encontraba colgado en una pared. Tanto Limantour como el general voltearon a ver al de gobernación. Este se paró frente al mapa de la república.
--¿Y bien, licenciado? –pregunto Limantour--. Hoy es el día.
El de gobernación sonrió y abrió los brazos.
--Pues si –contesto el de gobernación--. Hoy es veinte de noviembre… ¡y no hay nada!
--¿Cómo que nada? –pregunto Limantour con escepticismo. ¡Mon Dieu! ¡Tiene que haber algo!
--Precisamente lo que digo –insistió el de gobernación--. No me ha llegado ningún reporte de alzamiento hasta ahora. La republica está tranquila. Más de preocupar es si la Tomasa se encabrita o no.
--Bueno, apenas son…cerca de las ocho de la mañana –observo el generalote--. Ese fulano Madero había indicado que la bola la iniciaría a las seis de la tarde.
--Yo pienso que es una hora muy civilizada para comenzar una revuelta –sonrió el de gobernación--. Ya viden que el cura Hidalgo dicen que anduvo levantando a la gente en Dolores a las tres de la mañana. ¿A quién chingaos se le ocurre iniciar algo a esa maldita hora?
--Oui –asintió Limantour--. Las seis de la tarde serian justo después del té que toman los ingleses. Madero es todo un gentleman, hay que reconocérselo.
--Señores –interrumpió el generalote--, no creo a Madero tan pendejo de no iniciar algo de antemano. Digo, ¿a quién se le ocurre dar la fecha y hora para hacer un alzamiento?
--Pues insisto, general –dijo el de gobernación--, hasta ahora no me ha llegado nada, absolutamente nada. No hay ningún reporte de balaceras o sublevaciones o cuartelazos o que se yo.
En eso se oyó un toquido. Los tres hombres callaron y un oficial del EMP entrego un parte al generalote y salió.
Limantour y el de gobernación observaban con expectativa mientras el general leía el parte.
--Pos reportan una balacera –dijo el general.
--¿Dónde? –se apresuraron a preguntar Limantour y el de gobernación.
--Congregación Nopales.
--¿Dónde diablos es eso? –pregunto el de gobernación escudriñando con una lupa el mapa de la república.
--Creo que es Coahuila –indico el generalote--. Creo que había un congal ahí cuando era yo teniente. No lo pude visitar pero dicen los que fueron que valía la pena.
Limantour hizo un gesto de asco al oír las memorias del militar.
--¿No es por Durango? –contesto el de gobernación con escepticismo.
--¿O acaso es Sonora? –pregunto Limantour--. Hay agroindustrias muy vulnerables ahí. Si un inversionista es atacado las consecuencias serían desastrosas.
Por la siguiente hora los tres hombres escudriñaron con avidez el mapa de la república. El parte había sido escueto, tan escueto que ni siquiera se indicaba dónde diablos estaba Congregación Nopales. El generalote le puso una regañiza al oficial de comunicaciones y pronto las líneas telegráficas se saturaron pidiendo más información.
El departamento topográfico del ejército fue movilizado. Varios de sus oficiales acudieron de urgencia a Chapultepec echando pestes porque su domingo se había arruinado. Pero a toda costa tenía el gobierno que saber dónde diablos estaba Congregación Nopales (o la Nopalera o Nopatitlan de Juárez o San Miguel Nopalostoc, los nombres empezaron a cambiar conforme avanzaba el día).
--¿Y a todo esto –pregunto Limantour—en que consistió la balacera? ¿Hubo muertos? ¿Cuántos?
--No dice nada el parte, carajos –respondió el generalote que ya meditaba fusilar a unos cuantos telegrafistas para que se les quitara lo pendejos al resto--. Solo que hubo una balacera en Congregación Nopales o como carajos se llame el lugar y que unos sombrerudos fueron rechazados. Firma un tal Martínez. ¡Imagínense identificar a un Martínez en México! ¡Puta madre!
En eso los tres hombres oyeron los pasos de unos caballos regresando al amplio patio del castillo. De inmediato los tres se dirigieron al ventanal. Don Porfirio se mantenía erecto en la silla sobre la Tomasa. A su lado los l dos oficiales habían desmontado y se preparaban para ayudarlo a bajarse. Ramiro ya había producido el banco requerido.
--Señores –dijo quedamente Limantour—aparentemente lo de Madero fue una llamarada de petate. Don Porfirio sigue firmemente en la silla.
El dictador se apeó sin problemas de la yegua y se dirigió hacia sus habitaciones seguido de cerca por Ramiro.
--¿Emitirá usted los bonos entonces don Yvo? –pregunto el de gobernación.
--Creo que no tengo remedio. Mañana haremos la subasta semanal del papel del gobierno como siempre. Sería peor si no lo hiciéramos. El mercado reaccionaria desfavorablemente. Es mejor que se vea que el gobierno opera sin novedad.
En efecto, ese veinte de noviembre pos no pasó nada. Ninguno de los clubes maderistas se alzó, ni antes de las seis de la tarde ni después durante ese día 20. Pero lo que no se sabía, lo que no se evidenciaba en el telégrafo pues en muchos lugares no había alambre (llamado también “la hebra”) era que en cientos de lugares había pequeñas sublevaciones, ajustes de cuentas contra un edil prepotente, asaltos a una hacienda, balaceras, etc. Y esto había empezado a ocurrir en casi toda la república. La revolución había comenzado, si, y no era la revolución de burguesitos miembros de los clubes maderistas que esperaba Francisco sino la de los sombrerudos en la campiña.
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