El Fusilamiento
Oí los toquidos en la puerta de la minúscula habitación.
--¡Despierta Manuel! –me dijo Brigida agitándome--. Te busca tu tío.
Me levante. Hacia un frío de la chingada. Salí. Brigida se quedo en el petate y se enrollo en su sarape.
--Ven muchacho –dijo mi tío. Ahora él era sargento. En la división del norte había llegado a ser capitán. Yo había llegado a teniente. Pero ahora solo era soldado raso. Y estábamos a las órdenes de Obregón
Lo seguí. Nos dirigimos al cuartel. Todavía no amanecía.
--¿Le tienen el desayuno? –preguntó mi tío a un cabo--.
--Aquí esta.
Nos pasaron un plato con frijoles y unas tortillas y un tarro con café de olla. Yo los tome. El cabo agarro unas llaves y nos abrió una celda. Un hombre roncaba quedamente acostado en un sarape y cubierto con un sarape. Había un olor a putrefacción.
--Buenos días, mi general –dijo mi tío.
El hombre se despertó de inmediato. Lastimeramente se incorporo. Prendí un quinqué. Lo observe. Era flaco, muy quemado por el sol, con nariz aguileña y ojos duros. Tenía una pierna cubierta con vendajes ensangrentados. Era evidente que estaba gangrenado.
--Buenos días, sargento –contestó el hombre.
--Mi general, le traemos el desayuno.
Yo puse el plato de frijoles y el tarro en una mesita.
--A ver, Manuel, vamos ayudando al general a incorporarse –ordenó mi tío.
Entre mi tío y yo lo levantamos y lo ayudamos a sentarse enfrente de la mesa. Fuera de la celda, el cabo nos miraba con recelo. Era un yaqui. Su mano se mantenía posada sobre su pistola.
El hombre suspiró y sonrío.
--No creo que tenga hambre. Ni lo voy a poder cagar, sargento.
--El café esta bueno, mi general, siquiera para que no sienta el frío, digo.
El hombre volvió a suspirar.
--Déjeme acompañarlo de un pitillo.
Mi tío me hizo una señal. Me apresure a sacar papel y lo rellene con tabaco. Se lo pase al hombre y luego le di lumbre. El fulano dio dos bocanadas y tomo unos tragos del café.
--¿Lo conozco sargento?
--No lo creo, mi general. Yo a usted si. Usted es Miguel López, uno de los lugartenientes de Pancho. Mi sobrino y yo estábamos en la Brigada Zaragoza de la división del norte. Pero, pos ya vide usted como es el destino.
--No, pos si –dijo López lacónicamente--.
Hubo un silencio embarazoso. Habíamos sido todos villistas. López siguió fiel con Pancho, haciendo la guerra de guerrillas después de la dispersión de la división del norte. Incluso fue de los que entraron a Columbus. Y eso dio pie a la entrada de los gringos.
En una escaramuza tanto López como Pancho habían sido heridos. Pancho se hizo ojo de hormiga en las montañas. Pero a López lo habían encontrado tropas mexicanas en una cueva donde se había refugiado. Ya rodeado y sin posibilidad de evadirse López había gritado: --si son mexicanos, me rindo, si son gringos, ¡éntrenle hijos de la chingada!
Y ahora lo teníamos en capilla.
López nos miro con interés.
--¿Andaban en la Zaragoza? ¿Y cuando se rindieron?
--Después de Agua Prieta, mi general. Pancho nos dio la venia.
--Agua Prieta.
--Si mi general. Yo y mi sobrino estuvimos ahí.
--Pinches gringos.
--Si, mi general, pinches gringos.
Agua Prieta. En medio del fuego cruzado de las ametralladoras de los yaquis y a base de grandes sacrificios logramos capturar la primera línea de trincheras que defendía al pueblo. Calles ya se estaba cagando. Ya no tenia reservas. Agua Prieta estaba a punto de caer.
Habíamos aprendido de Celaya. Ya no entrábamos a lo pendejo con la caballería. Avanzábamos en pequeños grupos de infantes aventando petardos de dinamita a manera de granadas e infiltrándonos entre las defensas yaquis. Luego supe que en Europa los alemanes usaban la misma técnica y le llamaban stosstruppen.
Fue entonces que los gringos nos abrieron fuego con su artillería pesada desde el otro lado de la raya, desde Douglas. La artillería de Felipe Ángeles ya se había acabado el poco parque que le quedaba apoyando nuestro asalto, si no, capaz que Pancho hubiera ordenado contestarles. Y hubiéramos tomado no solo Agua Prieta sino también Douglas y de ahí nos seguíamos rumbo a Washington.
El caso es que el bombardeo fue brutal y nos diezmó. Nos tuvimos que retirar. Por varios días nos siguió la caballería carrancista hasta que Pancho se encabrono que lo estuvieran fiscalizando y reviró y los derrotó con los dorados. El brigadier carrancista derrotado se llamaba Lázaro Cárdenas.
--Bien, sargento, abreviemos.
--A ver, use esta muleta y apóyese en mi sobrino, mi general. Ayúdalo Manuel.
Salimos del cuartel. Ya había amanecido. Los gallos cantaban. El pelotón esperaba. López caminaba lentamente hacia su calvario conmigo haciéndole al cirineo.
--Sargento, no tengo dinero.
Era tradición que el que iba a ser fusilado repartiera dinero entre el pelotón de fusilamiento para que no le tiraran a los huevos.
--No se preocupe, mi general, le tiraremos al pecho. Semos pura gente de la Zaragoza aquí. ¿Tiene alguna carta que quiera que le llegue a su familia?
El hombre escupió.
--No. Mi cuaco y mi treinta treinta eran mi familia.
El paredón estaba unos cuantos metros adelante. Llegamos.
--Gracias, muchacho –me dijo López riéndose--. Deja ver si puedo quedarme parado yo solo. ¡Ni modo que me aguantes mientras me llenan de plomo!
López se sostuvo en pie con la muleta. Los gringos habían insistido en que lo torturáramos para que revelara donde se había refugiado Pancho. Lo que sea de cada quien, Obregón, el ministro de guerra, ordeno que no se le tocara. Mi general Félix U. Gómez, nuestro jefe, contemplaba la escena montado en su yegua sin decir ni una palabra. Los mirones de siempre, soldados francos, civiles, soldaderas, chamacos, se habían juntado.
--¡Un momento! –rugió López con voz tan autoritaria que no admitía duda. Sin chistar los del pelotón de fusilamiento, yo incluido, nos pusimos en posición de firmes.
--Diga usted mi general –dijo el teniente a cargo.
--¡Quítenme esos pinches gringos de aquí!
López apunto hacia donde estaban dos oficiales yanquis, enviados de Pershing, que veían la escena con interés y con obvia alegría.
El teniente volteo a ver al general Gómez. Este dio su venia. Los norteamericanos fueron retirados.
López veía la escena impasiblemente. Seguía dando bocanadas del cigarro que le había preparado. Ya que quitaron a los yanquis, tiro el pitillo en el suelo y nos contempló con una sonrisa entre burlona e irónica. La herida se le había vuelto a abrir y chorreaba sangre por la pierna. Pero había tenido una última victoria sobre los yanquis.
Nos formamos en cuadro. López tiro con desden la muleta y esperó.
--¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!
La descarga fue certera. López no necesito ni el tiro de gracia. Murió al instante. Y ningún gringo lo vio morir.
FIN
Oí los toquidos en la puerta de la minúscula habitación.
--¡Despierta Manuel! –me dijo Brigida agitándome--. Te busca tu tío.
Me levante. Hacia un frío de la chingada. Salí. Brigida se quedo en el petate y se enrollo en su sarape.
--Ven muchacho –dijo mi tío. Ahora él era sargento. En la división del norte había llegado a ser capitán. Yo había llegado a teniente. Pero ahora solo era soldado raso. Y estábamos a las órdenes de Obregón
Lo seguí. Nos dirigimos al cuartel. Todavía no amanecía.
--¿Le tienen el desayuno? –preguntó mi tío a un cabo--.
--Aquí esta.
Nos pasaron un plato con frijoles y unas tortillas y un tarro con café de olla. Yo los tome. El cabo agarro unas llaves y nos abrió una celda. Un hombre roncaba quedamente acostado en un sarape y cubierto con un sarape. Había un olor a putrefacción.
--Buenos días, mi general –dijo mi tío.
El hombre se despertó de inmediato. Lastimeramente se incorporo. Prendí un quinqué. Lo observe. Era flaco, muy quemado por el sol, con nariz aguileña y ojos duros. Tenía una pierna cubierta con vendajes ensangrentados. Era evidente que estaba gangrenado.
--Buenos días, sargento –contestó el hombre.
--Mi general, le traemos el desayuno.
Yo puse el plato de frijoles y el tarro en una mesita.
--A ver, Manuel, vamos ayudando al general a incorporarse –ordenó mi tío.
Entre mi tío y yo lo levantamos y lo ayudamos a sentarse enfrente de la mesa. Fuera de la celda, el cabo nos miraba con recelo. Era un yaqui. Su mano se mantenía posada sobre su pistola.
El hombre suspiró y sonrío.
--No creo que tenga hambre. Ni lo voy a poder cagar, sargento.
--El café esta bueno, mi general, siquiera para que no sienta el frío, digo.
El hombre volvió a suspirar.
--Déjeme acompañarlo de un pitillo.
Mi tío me hizo una señal. Me apresure a sacar papel y lo rellene con tabaco. Se lo pase al hombre y luego le di lumbre. El fulano dio dos bocanadas y tomo unos tragos del café.
--¿Lo conozco sargento?
--No lo creo, mi general. Yo a usted si. Usted es Miguel López, uno de los lugartenientes de Pancho. Mi sobrino y yo estábamos en la Brigada Zaragoza de la división del norte. Pero, pos ya vide usted como es el destino.
--No, pos si –dijo López lacónicamente--.
Hubo un silencio embarazoso. Habíamos sido todos villistas. López siguió fiel con Pancho, haciendo la guerra de guerrillas después de la dispersión de la división del norte. Incluso fue de los que entraron a Columbus. Y eso dio pie a la entrada de los gringos.
En una escaramuza tanto López como Pancho habían sido heridos. Pancho se hizo ojo de hormiga en las montañas. Pero a López lo habían encontrado tropas mexicanas en una cueva donde se había refugiado. Ya rodeado y sin posibilidad de evadirse López había gritado: --si son mexicanos, me rindo, si son gringos, ¡éntrenle hijos de la chingada!
Y ahora lo teníamos en capilla.
López nos miro con interés.
--¿Andaban en la Zaragoza? ¿Y cuando se rindieron?
--Después de Agua Prieta, mi general. Pancho nos dio la venia.
--Agua Prieta.
--Si mi general. Yo y mi sobrino estuvimos ahí.
--Pinches gringos.
--Si, mi general, pinches gringos.
Agua Prieta. En medio del fuego cruzado de las ametralladoras de los yaquis y a base de grandes sacrificios logramos capturar la primera línea de trincheras que defendía al pueblo. Calles ya se estaba cagando. Ya no tenia reservas. Agua Prieta estaba a punto de caer.
Habíamos aprendido de Celaya. Ya no entrábamos a lo pendejo con la caballería. Avanzábamos en pequeños grupos de infantes aventando petardos de dinamita a manera de granadas e infiltrándonos entre las defensas yaquis. Luego supe que en Europa los alemanes usaban la misma técnica y le llamaban stosstruppen.
Fue entonces que los gringos nos abrieron fuego con su artillería pesada desde el otro lado de la raya, desde Douglas. La artillería de Felipe Ángeles ya se había acabado el poco parque que le quedaba apoyando nuestro asalto, si no, capaz que Pancho hubiera ordenado contestarles. Y hubiéramos tomado no solo Agua Prieta sino también Douglas y de ahí nos seguíamos rumbo a Washington.
El caso es que el bombardeo fue brutal y nos diezmó. Nos tuvimos que retirar. Por varios días nos siguió la caballería carrancista hasta que Pancho se encabrono que lo estuvieran fiscalizando y reviró y los derrotó con los dorados. El brigadier carrancista derrotado se llamaba Lázaro Cárdenas.
--Bien, sargento, abreviemos.
--A ver, use esta muleta y apóyese en mi sobrino, mi general. Ayúdalo Manuel.
Salimos del cuartel. Ya había amanecido. Los gallos cantaban. El pelotón esperaba. López caminaba lentamente hacia su calvario conmigo haciéndole al cirineo.
--Sargento, no tengo dinero.
Era tradición que el que iba a ser fusilado repartiera dinero entre el pelotón de fusilamiento para que no le tiraran a los huevos.
--No se preocupe, mi general, le tiraremos al pecho. Semos pura gente de la Zaragoza aquí. ¿Tiene alguna carta que quiera que le llegue a su familia?
El hombre escupió.
--No. Mi cuaco y mi treinta treinta eran mi familia.
El paredón estaba unos cuantos metros adelante. Llegamos.
--Gracias, muchacho –me dijo López riéndose--. Deja ver si puedo quedarme parado yo solo. ¡Ni modo que me aguantes mientras me llenan de plomo!
López se sostuvo en pie con la muleta. Los gringos habían insistido en que lo torturáramos para que revelara donde se había refugiado Pancho. Lo que sea de cada quien, Obregón, el ministro de guerra, ordeno que no se le tocara. Mi general Félix U. Gómez, nuestro jefe, contemplaba la escena montado en su yegua sin decir ni una palabra. Los mirones de siempre, soldados francos, civiles, soldaderas, chamacos, se habían juntado.
--¡Un momento! –rugió López con voz tan autoritaria que no admitía duda. Sin chistar los del pelotón de fusilamiento, yo incluido, nos pusimos en posición de firmes.
--Diga usted mi general –dijo el teniente a cargo.
--¡Quítenme esos pinches gringos de aquí!
López apunto hacia donde estaban dos oficiales yanquis, enviados de Pershing, que veían la escena con interés y con obvia alegría.
El teniente volteo a ver al general Gómez. Este dio su venia. Los norteamericanos fueron retirados.
López veía la escena impasiblemente. Seguía dando bocanadas del cigarro que le había preparado. Ya que quitaron a los yanquis, tiro el pitillo en el suelo y nos contempló con una sonrisa entre burlona e irónica. La herida se le había vuelto a abrir y chorreaba sangre por la pierna. Pero había tenido una última victoria sobre los yanquis.
Nos formamos en cuadro. López tiro con desden la muleta y esperó.
--¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!
La descarga fue certera. López no necesito ni el tiro de gracia. Murió al instante. Y ningún gringo lo vio morir.
FIN
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