Por el Licenciado Mefistofeles Satanas
Si tenéis en vuestras manos estas letras malditas leedlas a sabiendas de que arriesgáis condena al hacerlo, pues estos son los menesteres de las andanzas de Mefistófeles Satanás, llamado el Conde de la Legión por los españoles, a los que acompaño a tierras americanas. Bien, ¿todavía insistís? Sea pues, y que Dios padre se apiade de vuestra alma.
Ciudad de México, octubre de 1810
Como a las tres de la tarde, antes de que iniciara el chipi chipi, el vocero del arzobispado salió a la gran plaza del zócalo. Iba escoltado por soldados del batallón de Asturias recién llegado de España. El hombre se subió a un estrado frente a catedral. A su alrededor, los curiosos de siempre observaban. Los soldados se plantaron frente al estrado con sus fusiles a la expectativa. Un tambor empezó a doblar.
--¡Pueblo de la Nueva España! He aquí el decreto del señor obispo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo, por medio del cual se excomulga al rebelde llamado Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mondarte Villaseñor . Por autoridad del Dios Omnipotente, El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo y de los santos cánones, y de las virtudes celestiales, ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, papas, querubines y serafines: de todos los santos inocentes, quienes a la vista del santo cordero se encuentran dignos de cantar la nueva canción, y de los santos mártires y santos confesores, y de las santas vírgenes, y de los santos, juntamente con todos los santos y electos de Dios: Sea condenado este Miguel Hidalgo y Costilla, ex cura del pueblo de Dolores.
Bajo los portales del Parián un hombre alto vestido elegantemente a la francesa se apoyaba en un bastón de caoba negra y observaba con interés la escena. A sus pies una loba negra gruñía quedamente.
Bajo los portales del Parián un hombre alto vestido elegantemente a la francesa se apoyaba en un bastón de caoba negra y observaba con interés la escena. A sus pies una loba negra gruñía quedamente.
--¿Qué os parece, Zenobia? Tal parece que el arzobispado hará sainete hoy. Me imagino que don Francisco ha de estar de plácemes. Vamos a preguntarle. El hombre es un patán. No le llega ni a los talones a Croix, Bucareli, o Gálvez, todos los cuales conocí bien. Y recuerdo bien también a don Antonio de Mendoza y Pacheco, marqués de Mondejar. ¡Qué hábil y que diplomático fue ese primer virrey! Ah, Zenobia, don Carlos IV tiene hoy solo bribones y a imbéciles a su servicio aquí en la Nueva España.
El hombre acaricio el pelo de la loba.
--Visitemos al virrey, Zenobia.
El hombre se dirigió al palacio virreinal. Mientras tanto el vocero continuaba con su perorata.
--Lo excomulgamos y anatemizamos, y de los umbrales de la iglesia del todo poderoso Dios, lo secuestramos para que pueda ser atormentado eternamente por indecibles sufrimientos, justamente con Dathán y Habirán y todos aquellos que le dicen al señor Dios: ¡Vete de nosotros, porque no queremos ninguno de tus caminos! Y así como el fuego es extinguido por el agua, que se aparte de él la luz por siempre jamás. Que el Hijo, quien sufrió por nosotros, lo maldiga. Que el Espíritu Santo, que nos fue dado a nosotros en el bautismo, lo maldiga. Que la Santa Cruz a la cual Cristo, por nuestra salvación, ascendió victorioso sobre sus enemigos, lo maldiga. Que la santa y eterna madre de Dios, lo maldiga. Que San Miguel, el abogado de los santos, lo maldiga. Que todos los ángeles, los principados y arcángeles, los principados y las potestades y todos los ejércitos celestiales, lo maldigan. Que sea San Juan el precursor, San Pablo y San Juan Evangelista, y San Andrés y todos los demás apóstoles de Cristo juntos, lo maldigan.
--Lo excomulgamos y anatemizamos, y de los umbrales de la iglesia del todo poderoso Dios, lo secuestramos para que pueda ser atormentado eternamente por indecibles sufrimientos, justamente con Dathán y Habirán y todos aquellos que le dicen al señor Dios: ¡Vete de nosotros, porque no queremos ninguno de tus caminos! Y así como el fuego es extinguido por el agua, que se aparte de él la luz por siempre jamás. Que el Hijo, quien sufrió por nosotros, lo maldiga. Que el Espíritu Santo, que nos fue dado a nosotros en el bautismo, lo maldiga. Que la Santa Cruz a la cual Cristo, por nuestra salvación, ascendió victorioso sobre sus enemigos, lo maldiga. Que la santa y eterna madre de Dios, lo maldiga. Que San Miguel, el abogado de los santos, lo maldiga. Que todos los ángeles, los principados y arcángeles, los principados y las potestades y todos los ejércitos celestiales, lo maldigan. Que sea San Juan el precursor, San Pablo y San Juan Evangelista, y San Andrés y todos los demás apóstoles de Cristo juntos, lo maldigan.
El hombre y su loba se abrieron paso entre los curiosos. Algunos lo vieron y sintieron los pelos erizarse. Otros hicieron la señal del mal de ojo. Por su parte, el oficial a cargo de la puerta mariana del palacio de los virreyes se quito cortésmente su quepí al verlo aproximarse.
--Señor conde de la legión. ¡Qué placer veros por aquí!
--¿Se encuentra don Francisco?
--Si, señor conde. Pase vuecencia.
--No os preocupéis por la escolta. Ya conozco el camino.
El vocero continuaba anunciando en voz alta el decreto de excomunión:
--Y que el resto de sus discípulos y los cuatro evangelistas, quienes por su predicación convirtieron al mundo universal, y la santa y admirable compañía de mártires y confesores, quienes por su santa obra se encuentran aceptables al Dios omnipotente, lo maldigan. Que el Cristo de la santa Virgen lo condene. Que todos los santos, desde el principio del mundo y todas las edades, que se encuentran ser amados de Dios, lo condenen. Y que el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, lo condenen.
El conde de la legión llego hasta el despacho del virrey. Dos guardias que vigilaban la puerta lo reconocieron y presentaron armas al verlo. El conde tocó y abrió la puerta. Francisco Javier Venegas y Saavedra, 59avo virrey de la Nueva España se encontraba en el umbral de su balcón observando la escena en el zócalo.
--Ah, ¡señor conde!
--Su alteza --replico el conde descubriéndose y haciendo una caravana--. Qué curioso espectáculo, ¿verdad?
--Curioso y necesario, señor conde. Tengo que minar al enemigo en toda forma.
--Entiendo, Alteza. El decretar la excomunión de Hidalgo es algo que yo hubiera recomendado hacer.
--El obispo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo conoce bien a este Hidalgo. Dice que es un hombre muy peligroso y tomó la iniciativa de excomulgarlo. Me asegura que Hidalgo se las daba de intelectual, usted conoce a esa estirpe maldita, señor Conde.
--Seguro leía a Moliere. La mayoría de esos fulanos eso hacen.
--No solo lo leía ¡sino que hasta represento las obras de este en su iglesia! ¿Se imagina señor conde?
--No tengo idea que efecto tendría el Tartufo entre la indiada pero no ha de haber sido nada bueno.
--Peor, señor conde, este fulano Hidalgo también se enseñó el mexicano o náhuatl y varias otras lenguas.
--¿Ah sí? ¿Con qué propósito? Ciertamente entendería que le ayudaría a comunicarse con su feligresía.
--¡Pretextos busca el diablo, señor conde!
--Meditaré sobre eso, don Francisco --contestó el conde haciendo una caravana.
--No pudo haber sido para nada bueno que les hablaba a los indios en su lengua. Es por eso que ahora tenemos que andar haciendo estos desfiguros.
--Y dígame, don Francisco, ¿hay noticias del señor brigadier Calleja?
--Marcha desde San Luis con su ejército. Dios mediante, interceptará a esa chusma que anda desolando el bajío.
Los dos hombres salieron al balcón. El vocero continuaba su perorata.
--Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en dondequiera que esté, en la casa o en el campo, en el camino o en las veredas, en los bosques o en el agua, y aún en la iglesia. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y en sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos.
--Son palabras fuertes, don Francisco --admitió el conde.
--A grandes males, grandes remedios, señor conde. Espérese a ver lo que seguirá a continuación.
El vocero acabo finalmente:
--Que sea condenado en su boca, en su pecho y en su corazón y en todas las vísceras de su cuerpo. Que sea condenado en sus venas y en sus muslos, en sus caderas, en sus rodillas, en sus piernas, pies y en las uñas de sus pies. Que sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su cuerpo, desde arriba de su cabeza hasta la planta de su pie; que no haya nada bueno en él. Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él. Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!
La chusma contestó amen aunque no con entusiasmo sino como quien repite una formula de rigor.
--Bueno, me temo que eso de excomunicar no parece espantar a la gente como antes --observo Venegas.
--Qué quiere usted, don Francisco, han llegado tantas ideas de Francia que la gente ya le perdió miedo a esos menesteres.
--Es por eso, creo yo, que hay tanto alboroto, por esas ideas peligrosas que han venido desde Francia.
--Oui. Liberte, egalite, fraternite...¡que palabras tan sencillas y como hacen temblar a los reyes! --dijo con sorna el conde.
--¡Espero que vuecencia no apruebe de esas cosas!
--¿Yo? Ciertamente que no, don Francisco, esos ideales son tan solo quimeras. Los hombres, usted lo sabe bien, son básicamente bestias. Y estos mexicanos no son la excepción. Apenas una mano, firme, como la suya, los mantiene a la raya.
--Bien, señor conde, mire usted, ahora tomará lugar la segunda parte del ritual.
Unos soldados asturianos llevaban a cuesta un gran mural de la guadalupana. Lo colocaron enfrente del estrado.
--No entiendo, señor virrey.
--Tal vez usted no lo sepa, señor conde, pero al día siguiente de alzarse este fulano Hidalgo entro a saco en Atotonilco. Ahí entro al santuario y bajo el lienzo de la guadalupana. Luego arengo a los indígenas ¡en su lengua, señor conde! y estos se le unieron con entusiasmo. Comenzaron estos salvajes a bajar de sus cerros y llevándole ofrendas a la guadalupana a la cual nombraban por el nombre horrible de Tonantzin.
--Ah, ya veo, don Francisco. ¡Con razón el gobierno virreinal ha impulsado el culto a la virgen de los remedios!
--¡Sí! Esa señora es la patrona de los ejércitos de España. Tengo entendido que aquí encontraron su imagen.
--Si, siempre se ha venerado a la virgen de los remedios con mucha devoción en estas tierras --contestó el conde con sorna.
El conde recordaba bien la retirada de la noche triste. Los españoles, en su afán de huir lo más rápido posible de los ejércitos de Cuitláhuac, habían tirado todo lo que les estorbaba. Uno de los soldados de Cortés, Juan Rodríguez de Villafuerte, prefirió aventar en una nopalera la imagen de la virgen de los remedios que había traído cargando. Unos años después, la imagen fue descubierta por un indígena y los españoles alzaron una iglesia en nombre de la virgen ojiazul y blanquita.
Pero ahora la india guadalupana era el estandarte de los rebeldes.
El redoble de los tambores se inició. Un grupo de soldados asturianos se posicionó enfrente de la imagen de la guadalupana.
--Don Francisco, espero que no sea esto lo que pienso.
--Lo es, señor conde, vamos a fusilar a la india asquerosa esa.
--Válgame Dios, don Francisco, se olvida usted que la mayoría del ejercito del señor brigadier don Félix María Calleja son mexicanos.
--¿Y que con ello?
--Si usted revisa dentro de sus quepis, le puedo asegurar que encontrara la imagen de la india y no de la señora de los remedios.
Venegas palideció.
--¿Está usted seguro?
---Usted solo llegó aquí en septiembre, don Francisco, yo he estado en la Nueva España ya por un buen tiempo y se de lo que hablo.
La loba se había aproximado al conde y gruñía quedamente.
--No os preocupéis, Zenobia, nos divertiremos un rato.
El oficial a cargo del destacamento comenzó a dar las órdenes. La gente se estaba juntando y contemplaba el espectáculo insólito.
--¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego! La descarga lleno de humo el zócalo. Pero, ¡la imagen no había sido tocada! El conde observo sonriente.
--¡Grandísimos imbéciles! ¡Josú! ¿Qué no podéis siquiera dispararle derecho a una puta imagen? --gritaba el oficial.
Los mozalbetes asturianos se veían uno a otro. La chusma empezaba a hacer ruidos amenazadores.
--¡Volved a cargar, carajos! --ordeno el oficial.
Los asturianos hicieron tal con manos temblorosas. Después de todo ellos eran tan solo sencillos muchachos campesinos recién llegados a tierra de indios. El dispararle a una imagen de una virgen, aun si esta es una indígena, no era algo que harían de buen gusto. Y peor, la chusma amenazaba ya con despellejarlos por hacerlo. Un viento amenazador se levantó. El estandarte español era batido por este. El cielo se oscureció y se oyó un trueno.
--Válgame Dios, esto es un fiasco --se lamentó Venegas.
--Es tierra de indios, don Francisco. Los dioses de Anáhuac son ansina. Mire las nubes. Oiga como ruge el viento. Esto no es casualidad.
--Santo cielo --contesto Venegas persignándose.
Finalmente los asturianos lograron cargar otra vez sus fusiles. Ahora ya la chusma definitivamente rugía de rabia.
--¡Esta vez apunten bien, imbéciles! --grito el oficial--. ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!
Esta vez la imagen de la india voló en mil pedazos. El vocero del arzobispado hizo una señal y las campanas de la catedral echaron a vuelo. Sin embargo, el viento seguía arreciando la plaza y el portaestandarte a duras penas podía sostener el pendón de España. Los soldados asturianos se formaron en columna, desplegando amenazadoramente sus bayonetas, y se retiraron entre los gritos de furia de la multitud. Don Francisco Venegas observaba la escena pálido. A su lado, el conde de la legión a duras penas aguantaba la risa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario