Del libro de Fernando Vallejo
Para iniciar un juicio le bastaba al inquisidor un rumor o una delación. Se incitaba a los hijos a denunciar a los padres, los padres a los hijos, los esposos a las esposas, las esposas a los esposos, los amigos a los amigos. En un clima de sospecha y terror generalizados, nobles ysiervos por igual estaban en peligro de ser enjuiciados, y los predicadores se abstenían de predicar, pues era como jugar con fuego. Hagan de cuenta Cuba hoy: los Comités de Defensa de la Revolución actuando. Las deudas del delator se anulaban, lo cual era una invitación a que todo deudor denunciara a su acreedor. Fundándose en la delación o el rumor el inquisidor procedía entonces y le caía al acusado como un rayo, por ejemplo a la media noche cuando dormía: lo despertaban y en un estado de aturdimiento y de confusión lo conducían a la prisión secreta de la Inquisición sin decirle qué delito le imputaban ni quién lo delató.
Los inquisidores se enriquecían como obispos: recibían sobornos, se apoderaban de las riquezas de los que condenaban, y los ricos les pagaban contribuciones anuales para que no los acusaran. Juzgaban y condenaban hasta a los muertos: los desenterraban como al papaFormoso y trituraban y quemaban sus huesos. ¡Claro para despojar a los herederos del hereje de sus herencias!
Cómplices unos de otros, se absolvían del derramamiento de sangre y los excesos de celo que hubieran podido cometer, como cuando se les iba la mano en el tormento, por ejemplo, y mandaban al indiciado derecho a la eternidad sin pasar antes por la hoguera. Pero la suprema razón de ser de la Inquisición no era el enriquecimiento de unos monjes inmundos e hipócritas podridos de semen atrancado y represión sexual, sino asegurar el dominio absoluto del papa sobre príncipes y vasallos, lo visible y lo invisible, los actos y las conciencias. En Cuba hoy no habrá libertad de palabra pero los cubanos gozan por lo menos de la libertad de pensar. Pueden pensar, siempre y cuando no se rían, muy serios, callados: "Castro hideputa".
Cómplices unos de otros, se absolvían del derramamiento de sangre y los excesos de celo que hubieran podido cometer, como cuando se les iba la mano en el tormento, por ejemplo, y mandaban al indiciado derecho a la eternidad sin pasar antes por la hoguera. Pero la suprema razón de ser de la Inquisición no era el enriquecimiento de unos monjes inmundos e hipócritas podridos de semen atrancado y represión sexual, sino asegurar el dominio absoluto del papa sobre príncipes y vasallos, lo visible y lo invisible, los actos y las conciencias. En Cuba hoy no habrá libertad de palabra pero los cubanos gozan por lo menos de la libertad de pensar. Pueden pensar, siempre y cuando no se rían, muy serios, callados: "Castro hideputa".
Ni un solo papa ha condenado a la Inquisición. En nuestros tiempos Juan Pablo II el mendaz lanzó al aire la idea, como una de sus bendiciones mierdosas, de que los que quemó la Inquisición no habían sido tantos como se decía. La Inquisición, supremo horror del Homo sapiens con que Santa Puta de Babilonia, la delirante, la loca se supera en infamia y vesania, fue fundada formalmente en 1232 por Gregorio IX de suerte que está por cumplir ocho siglos. ¡Ocho siglos de impunidad! Cuando la Contrarreforma, le cambiaron el nombre por el de Santo Oficio. Hoy se llama Congregación para la Doctrina de la Fe, y de allí, como saltó Putin el ruso de la KGB al Kremlin, saltó al papado su prefecto, Joseph Ratzinger. La Inquisición es la mejor prueba de la existencia de Dios. ¡Claro que existe el Monstruo! y nada de que sus designios son inescrutables. Son límpidos como la turbiedad de su esencia.
Cuando a los dominicos les empezaron a escasear los herejes le pidieron permiso a Juan XXII para seguir con las brujas. Y este papa (Jacques Duese de soltero), supersticioso cuanto nepotista y simoníaco, lo otorgó. En su pontificado hizo y deshizo: colmó de bienes a familiares y amigos, estableció una tabla de tarifas para los documentos eclesiásticos y un sistema internacional de diezmos y negó la "visión beatífica" que dice que no bien mueren los santos empiezan a gozar de la presencia de Dios. Él sostenía que no, que sólo hasta el día del juicio. Y con cierto sentido del pendant también sostenía que los demonios y los condenados todavía no están sufriendo en el in fierno. Con los franciscanos se enemistó cuando en un capítulo general de su orden reunido en Perugia estos desatinados afirmaron, en desafío a un dictamen expreso de la Inquisición, que era ortodoxo enseñar que Cristo y los apóstoles no habían poseído nada: los excomulgó y emitió una bula declarando que el sagrado derecho a lapropiedad precedía a la caída de Adán y Eva y que según el Nuevo Testamento Cristo sí tuvo bienes. Condenó a título póstumo al famoso dominico Meister Eckhart y excomulgó a nadie menos que al filósofo franciscano Guillermo de Occam. En respuesta a tanto atropello ya lo iban a condenar sus enemigos por herejía en un concilio general que le estaban armando cuando se les murió. En su lecho de muerte y en presencia de sus cardenales se arrepintió respecto a lo de la visión beatífica: que siempre sí los santos le ven de una vez por todas la cara a Dios. ¡Ya se estaría sintiendo santo el hijueputa!
Aprobada la persecución de brujas se encendió con nuevo brío el horror. Tan espléndida se mostraba la nueva fuente de confiscaciones y riquezas que los obispos, entrando al quite y en competencia desleal con los dominicos, montaron sus propias inquisiciones y hogueras. E igual los protestantes, tanto de Europa como de América (tratándose de tierras y oro, católicos y protestantes, como los olivos y las aceitunas, todos son unos). El obispo de Tréveris quemó a trescientos sesenta y ocho, el de Ginebra a quinientos, el de Bamberg a seiscientos y el de Würzburgo a novecientos. Entre dominicos y obispos arrasaron con pueblos y regiones enteras. En Oppenau entre 1631 y 1632 quemaron cerca del dos por ciento de la población. Para detener la tortura las supuestas brujas denunciaban a otras y éstas a otras en una reacción en cadena que podía arrastrarse por décadas. La cifra total de los quemados por brujería nunca se sabrá. Unos dicen que treinta mil, otros que setenta mil, otros que trescientos mil (Wojtyla diría que una docena). Lo que sí sabemos es que en su mayoría eran mujeres. Hay cifras de un año, de otro, de aquí, de allá. Por ejemplo, en Como, Lombardía, en 1416 quemaron a trescientos, en 1486 a sesenta, en 1514 a trescientos, y en los años posteriores a razón de cien por año. Cien quemaron en Sion en 1420. En Mirandola en 1522 quemaron a centenares. En Dinamarca en 1544 a cincuenta y dos. En Alemania en 1560 a varios centenares. En París entre 1565 y 1640 a cien. En Genfen mayo de 1571 a veintiuno. En Lorena de 1576 a 1606 entre dos mil y tres mil. En Burdeos en 1577 a cuatrocientos. En Inglaterra entre 1560 y 1600 a trescientos catorce. En Val Mesolcina en 1593 sólo a ocho, pero por obra nadie menos que del cardenal Carlos Borromeo, a quien la Puta luego canonizó. Durante el siglo XVI en Dinamarca a mil e igual en Escocia y doscientos en Noruega. En Polonia entre 1650 y 1700 a diez mil. En Inglaterra entre 1645 y 1647 en la provincia de Suffolk el cazador de brujas Matthew Hopkins ahorcó a noventa y ocho, en su mayoría mujeres jóvenes, después de torturarlas y violarlas. Y el gran inquisidor Baltasar Ross iba de pueblo en pueblo con un tribunal itinerante juzgando y quemando como un enajenado.
Las acusaban de canibalismo, de bestialidad, de volar en escobas, de arruinar las cosechas, de hacer abortar a las mujeres, de causar impotencia en los hombres, de beber sangre de niños, de participar en orgías, de besarle el trasero a Satanás y de copular con él en los aquelarres y de darle hijos, de convertirse en ranas y gatos. De una bruja cuenta el Malleus maleficarum que en las noches emasculaba a los hombres mientras dormían y guardaba sus penes en un nido en la copa de un árbol. Y que un día un labriego despenado llegó a suplicarle que por el amor de Dios le devolviera su pene, que él tenía mujer e hijos y era pobre. La bruja lo mandó a la copa del árbol a que lo buscara. Subió el labriego, hurgó en el nido, se escogió el pene más grande de la colección y a tierra con su tesoro.
-Ése no -le dijo la bruja quitándoselo- Pertenece a un cura párroco.
Les pinchaban los ojos con agujas, las empalaban por la vagina o por el recto hasta desmembrarlas en castigo por haberse ayuntado con el Diablo, las arrastraban tiradas por caballos hasta despedazarlas, las asfixiaban... Inocencio VIII fue el que desencadenó la persecución contra las brujas con su infame bula Summis desiderantes affectibus, que promulgó a los tres meses de haberse hecho elegir papa mediante la intriga y el soborno. Ya hemos aludido a este engendro, corrupto entre los corruptos, monstruo entre los monstruos. Promulgada la bula designó para que le dirigieran la masacre de brujas en Alemania a Heinrich Kramer y James Sprenger ("el apóstol del rosario"), dos dominicos a los que Occidente les debe el manual más completo y sistematizado sobre esas malvadas mujeres, los daños que causan y cómo se deben cazar, juzgar, torturar y quemar: el Malleus maleficarum o "Martillo de brujas", el libro más asesino que haya parido mente humana fecundada por la mala semilla de Cristo. ¡Y pensar que la Puta sostuvo por siglos, desde su Canon Episcopi del año 906, que creer en brujas era herejía! Ahora resultaba que no, que era lo contrario.
Hay en esta historia de dominicos, inquisiciones e infamias un monstruo del intelecto a quien el bellaco Juan XXII canonizó; a quien un compinche de orden, el inquisidor y criminal Antonio Ghislieri, alias San Pío V, proclamó doctor de la Iglesia; a quien la Puta llama "Doctor Angélico", pero a quien bautizaron con el mismo nombre de pila que después habrían de ponerle a Torquemada: Tomás: Tomás de Aquino, el gordo, el autor de los dos mil seiscientos sesenta y nueve artículos de las quinientas doce cuestiones de los diecisiete volúmenes de la Suma teológica, la más grande colección de paja y mierda que haya escrito nuestra especie bípeda desde el principio de los tiempos en jeroglíficos, caracteres cuneiformes, letras de alfabeto, sobre la piedra, en arcilla, en papiro, en papel, como sea y en lo que sea por los siglos de los siglos de la eternidad del Monstruo. Creía que los gusanos nacían por generación espontánea de la carne en putrefacción (¡ni Spencer!) y que las mujeres resultaban de un semen defectuoso o de la coincidencia de que en el momento de su concepción soplara un viento húmedo. Este gordo glotón que procesaba en sus tripas corderitos y faisanes que le salían por el sieso convertidos en teología o ciencia de Dios, sostenía que había que ejecutar a los herejes así como los príncipes ejecutaban a los falsificadores de moneda, pues ¿qué menos que la muerte para los que falsifican ya no dinero sino la fe, lo más precioso que tiene el hombre? Por el bien de los demás, al hereje había que separarlo de la Iglesia excomulgándolo y luego entregarlo al brazo secular para que lo separara del mundo matándolo.
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