8/06/2010

Lopez Obrador

 
Miguel Ángel Ferrer
Rebelión
La multitudinaria concentración del domingo 25 de julio en el Zócalo de la ciudad de México confirmó lo que todo el mundo sabía, pero que no todo el mundo estaba dispuesto a reconocer: la enorme y actual fuerza social y política del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador. De nada sirvieron los esfuerzos de tres años del gobierno panista en los medios de comunicación afines por borrar o disminuir la indiscutible fuerza política del tabasqueño y de su movimiento de resistencia a los actos del poder usurpado en 2006.
Pero López Obrador sabe perfectamente que encabezar un enorme movimiento popular y obtener la mayoría de los votos en una elección presidencial no bastan para llegar a la Presidencia de la República. Así ocurrió en 2006. Es lógico, en consecuencia, que AMLO tenga claro que de nada sirve ganar la Presidencia en las urnas si la fuerza de su movimiento es incapaz de impedir un nuevo fraude electoral.
Aquí está la clave del asunto. El sistema electoral está corrompido. Y las muestras más evidentes son el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Ambas instituciones están en manos de personeros del régimen pripanista. Y la tarea básica de ambas consiste en cerrarle el paso a cualquier opción partidaria que ponga en peligro ese sistema autocrático.
Dicho en términos tradicionales, el sistema electoral está dominado por la derecha y por la extrema derecha. ¿Cómo pensar entonces en la posibilidad de que sólo a fuerza de sufragios llegue al poder una organización representativa de la izquierda, aunque se trate de una izquierda puramente electoral y sin asomo de radicalismos, como, en este caso, la que encabeza López Obrador?
Ahora, como desde su creación, la autoridad electoral y el tribunal en la materia son instrumentos institucionales para perpetuar el estado de cosas. Normalmente ambas corruptas instituciones no necesitan recurrir al desprestigiante recurso del fraude electoral. El dinero, del Estado y de la oligarquía, va pavimentando poco a poco el camino para la imposición de un personaje que garantice que nada habrá de cambiar.
A veces, sin embargo, cual aconteció en 1988, con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, y en 2006, con López Obrador, los métodos tradicionalmente eficaces son desbordados por la insurrección electoral ciudadana. Y es necesario entonces torcer la voluntad expresada en las urnas y declarar vencedor a quien, derrotado, sea garantía de la continuidad autocrática.
Todo esto lo sabe bien López Obrador. Así como lo saben sus millones de seguidores en todo el país. Y saben igualmente que hace falta algo más que votos para llegar a Los Pinos. Pero ¿qué es ese “algo más”? Ese “algo más” que faltó en 1988 y en 2006. Un “algo más”, desde luego, pacífico y constitucional. Algo así, digamos, como la movilización social y popular que le permitió a Evo Morales llegar a la Presidencia de Bolivia. Un “algo más” parecido a la movilización ciudadana que posibilitó en Argentina la caída del gobierno neoliberal, entreguista y caótico de Fernando de la Rúa.
Poner en juego ese “algo más” semejante al de los casos boliviano y argentino es, sin duda, muy difícil. En los dos países sudamericanos fue posible ese “algo más” por la extensa e intensa organización ciudadana en pro de un gobierno popular y nacionalista, y también y acaso principalmente, por el evidente deterioro de los regímenes finalmente derribados.
A dos años del 2012, nadie puede garantizar que en México se creen una organización y una movilización ciudadanas capaces de la hazaña. Pero no hay duda de que el segundo elemento de la ecuación está presente, puesto que es innegable el creciente deterioro del régimen oligárquico que tiene a México sumido en el caos.

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