Del libro de Fernando Vallejo
Las anteriores ocho cruzadas son las de los mayores; ahora viene la de los niños, si bien stricto sensu ésta no se puede considerar cruzada pues no contó con la sanción del papa. Él, nuestro Inocencio, no la aprobó. Es más, la deploró y lloró su fracaso. Todo empezó cuando el pastorcito francés Stephen de Vandôme, siguiendo las órdenes de Cristo que se le aparecía en visiones, reclutó un ejército de cincuenta mil niños y adultos pobres y partió a la conquista de Tierra Santa. Alcanzó a llegar a París, donde el ejército se le desbandó. Otro niño, ahora Alemán, Nicolás de Colonia, lo reemplazó entonces y en las tierras del Rhin y el bajo Lorena reunió un ejército todavía mayor que el del francesito. En Maguncia desertaron los primeros niños, pero el resto cruzó los Alpes y pasó a Italia, donde la banda se siguió desintegrando: unos tomaron hacia Venecia, otros hacia Pisa, otros hacia Piacenza y Génova, otros hacia Roma, otros hacia Marsella, sin que se volviera a saber de la mayoría de ellos, que perecieron en el camino. De los que llegaron a Pisa algunos lograron embarcar rumbo a Tierra Santa, pero para caer en manos de corsarios sarracenos que se han debido de dar con ellos un banquete de sibaritas digno del padre Maciel y sus Legionarios de Cristo. El niño cristiano, de ayer y de hoy, es un simio imitador: hace lo que les ve hacer a los mayores. Las convocatorias alucinadas de Pedro el Ermitaño, Walter el Menesteroso, el arzobispo de Tiro y San Bernardo de Claraval habían seguido resonando en el aire de Europa, y en las calabacitas huecas de esas desventuradas criaturas encontraron eco. Culpa de la Puta, que enciende cabezas y hogueras.
Aunque la Inquisición, el invento más monstruoso del hombre, se le atribuye a Ugolini da Segni, alias Gregorio IX, en última instancia también se le debe, como tantos, otros horrores, a su tío Inocencio III, que fue quien mandó a la Occitania a Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos (los primeros esbirros papales organizados en una orden), a predicar y a someterle por las buenas a los albigenses. Cuando este español cerril fracasó se desencadenó la cruzada contra los albigenses de que aquí hemos tratado. Pues bien, la Inquisición nació para continuar la quema de herejes iniciado durante esa cruzada en el Languedoc. Luego pasó a quemar brujas, judíos, protestantes y cuantos se negaran a prestarle obediencia ciega el tirano ensotanado de Roma. Gregorio IX, el sobrino del asesino y a su vez asesino, instituyó el engendro como un tribunal independiente de los obispos y las cortes diocesanas y lo puso en las manos de los dominicos, que sólo respondían ante él. Decretó formalmente la pena de muerte para los herejes (que de hecho ya se venía aplicando desde hacía décadas) y el viejo principio jurídico del derecho romano y del germánico de que un acusado es inocente mientras no se pruebe que es culpable lo invirtió: es culpable mientras no pruebe que es inocente. Nunca para la Inquisición hubo inocentes; la presunción de inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del indiciado, sino el grado de culpabilidad. De ese Gregorio IX decía el emperador Federico II que era "un faríseo sentado en la silla de la pestilencia y ungido con el óleo de la iniquidad". ¿Y qué papa no lo es? Conn su frase acababa de inventar la "Federicogregorimia", nueva figura retórica en que el individuo vale por la especie.
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