8/04/2010

La Puta de Babilonia ( Fragmento Uno )

Del libro de Fernando Vallejo
A mediados de 1209 y al mando de un ejercito de asesinos, el legado papal Arnoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de de los albigenses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Almarico era un monje cistercience al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballeros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuadores de Cristo: el hombre más justo y noble que haya producido la humanidad, nuestra última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminar masacrados. Los ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero una imprudencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los situadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y el exterminio. ¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Almarico fue: "Maténlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos".

Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las Iglesias, cuyas puertas los invasores fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Veni Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola Iglesia de Santa María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni viejos. "Hoy Su Santidad--le escribía esa noche Almarico a Inocencio III--, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad". Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese Papa criminal que llevaba el nombre burlón de Inocencio lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los emperadores romanos cuando la llamada "era de los mártires" a lo largo y ancho del imperio. ¡Los hubiera matado a todos y no habríamos tenido Almaricos, ni Inocencios, ni Edad Media! ¡Qué feliz sería hoy el mundo sin la sombra ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que caga lenguas de fuego había dispuesto otra cosa.

El siguiente en la lista de los Inocencios, el cuarto, quien en el clímax de su delirio se designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó a la Inquisición, con su Bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de la herejía. Y otro Inocencio, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave presidido por el soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desiderantes affectibus que desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37 años este Médicis habría de ascender al papado, que se parrandeó de banquete en una sola fiesta. Se puso León X, aunque el feroz animal sólo tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a causa de una ulcera en el trasero  adquirida tal vez en sus devaneos homosexuales y que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la Ciudad Eterna (que contaba entonces, entre sus cincuenta mil habitantes, con siete mil prostitutas registradas) le pagaban diezmos. Vendió en subasta dos mil ciento cincuenta puestos eclesiásticos, entre los cuales varios cardelanatos a treinta mil ducados el capelo, si bien, a su primo bastardo Giulio de Médicis (el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio durante le ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la tiara pontificia. El Tribunal de la Historia, que juzga pero no castiga, registró sus primeras palabras como papa dirigidas en ese instante a su primo alborozado: "Ahora sí que voy a gozar". Las noventa y cinco iracundas tesis de Lutero no le hicieron mella. Era un espíritu feliz, en las antípodas del agriado Pablo IV de nuestros días, y sólo mató a un cardenal: al pérfido Alfonso Petrucci de Siena, quien en un complot  con otros cuatro purpurados lo querían envenenar contra natura, haciendo de una salida entrada: le habían dado el médico toscano Battista de Vercelli la consigna de aplicarle a Su Santidad, con el pretexto de tratarle la úlcera, un tósigo maquiavélico, florentino, por el antifonario. No se les hizo. El papa descubrió la conjuración, ejecutó a Petrucci, puso a podrirse en la cárcel a los otros cuatro cardenales y vivió varios años más, feliz, con la conciencia tranquila y disfrutando de lo que Juan Pablo II llamaba hace poco, en pleno epicentro del sida en África Central, "el banquete de la vida", hasta que lo llamó doña muerte a su banquete de gusanos: como a tantos otros papas que lo precedieron o siguieron, le mandó en el verano sofocante de Roma una cattiva zanzara que le inoculó la malaria. Pero para terminar con Inocencio VIII, fue este otro maestro de la simonía el del acierto de llamar "Reyes Católicos" a Fernando e Isabel, los de España. ¡Qué menos para un matrimonio que persiguió a moros y judíos, que fundó la Inquisición española y que patrocinó a Torquemada! De los miles y miles de inocentes que este dominico vesánico torturó y quemó, ellos en última instancia son los responsables, por ellos se fueron derechitos al cielo.

Tras Beziers cayó Carcasona, donde Almarico hizo conde de la ciudad a un veterano de la Cuarta Cruzada Simon de Montfort, entregándole de paso el mando del heterogéneo ejército con la recomendación de que tratara a toda la Occitana como tierra de herejes y se sintiera libre de exterminar a cuantos quisiera sin tomar prisioneros. Consejo que en un principio el flamante conde no siguió: en Bram no mató ni a uno, a todos los cegó. O mejor dicho a todos menos a uno que dejó tuerto para que con su único ojo pudiera guiar hasta Cabaret al resto, la columna de ciegos avanzaba así: el ciego de atrás con las manos puestas sobre los hombros del ciego de delante, y adelante de todos el tuerto, de suerte que a la vista del ciempiés alucinante les acometiera a los enemigos de Inocencio el saludable temor a Dios. Cuarenta y ocho años tenía entonces este pontífice que había sido elegido a los 37, a la misma edad de Giovanni de Médicis: pocos comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, o a los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni que se diga a los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas. ¡Qué precocidad! Y dejen la religiosa, ¡la sexual! Todavía con su aguda voz infantil con que entonaba latines, su impúber Santidad ya andaba detrás de las damas. ¡No haber vivido en yo en Roma para acogerlo con el precepto evangélico "Dejad que los niños vengan a mí"! ¡Qué íntimas cuerdecitas no le habría pulsado a ese laúd!

Benedicto IX (nombre de pila de Teofilacto) era sobrino de Juan XIX (nombre de pila Romano), quien había sucedido a su hermano Benedicto VIII (otro Teofilacto), quien a su vez era sobrino de Juan XII (nombre depila Octaviano), quien era hijo del príncipe romano Aberico II, quien era hijo de puta y nieto de puta: hijo de Marozia y nieto de Teodora, el par de putas, madre e hija, que fundaron la dinastía de los Teofilactos que le dio seis papas a la cristiandad, a saber los cuatro enumerados más Juan XI, hijo ilegítimo de Marozia y del papa Sergio III y elevado al pontificado a los señalados 20 años por intrigas de su mamá, y Juan XIII, hijo de Teodora la joven (hermana de Marozia) y un obispo. ¡Seis papas que se dicen rápido, salidos en última instancia de una sola vagina  multípara, la de Teodora la vieja o Teodora la puta! Según el obispo de Cremona Liutprando, el gran cronista del papado de esta época, Juan XIII solía sacarle los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo cronista, Juan XII era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos, a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainier a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas. Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. ¡Claro, como era nieto y bisnieto de puta! Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató de un martillazo en la cabeza. ¿Alcanzaría a eyacular? Tenía 24 añitos. Otro que murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado fue Benedicto VII, sucesor de Benedicto VI. Pero no nos desviemos de la "pornocracia", que es como un historiador de la Iglesia, el cardenal Baronio, bautizó a este período del papado del que el cronista-obispo Liutprando fue testigo presencial. Muy bien puesto el nombre: como dedo en el culo, como anillo en dedo de cardenal. Pero no únicamente para ese período. ¡Para toda la Historia de la Puta!

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