8/26/2010

Travesuras argentinas

 Según un estudio de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, más de 4.000 sacerdotes ya han sido acusados en más de 11.000 casos de abuso sexual contra menores entre 1950 y 2002. Dicho estudio, difundido por la cadena CNN, fue compilado a partir de una investigación a nivel nacional realizada por el Colegio John Jay de Justicia Penal para la Conferencia de los Obispos. Sin embargo David Clohessy, del grupo Red de Sobrevivientes de los Abusados por Sacerdotes (SNAP sus siglas en inglés), afirmó que las cifras suministradas en ese informe le parecían “bajas”, y agregó: “Los obispos han tratado de ocultar ésto durante años, por lo que no hay razón para creer que de pronto van a cambiar su forma de obrar. La única cosa prudente es asumir que ésto no es toda la verdad”. Un ejemplo de cómo se ha desarrollado también entre los religiosos de Estados Unidos el gusto por la pedofilia, al amparo, claro está, de las jerarquías católicas más altas. De ello bien pueden hablar el obispo Roger Mahony, antes citado, protector de pederastas huidos de México, o monseñor Bernard Law, otro protector de curas abusadores y protegido a su vez por Juan Pablo II, quien lo designó para ocupar un alto cargo en el Vaticano.
En el otro extremo del continente americano, en la Argentina, los casos de abuso sexual por parte de sacerdotes no han llegado todavía al nivel estadístico alcanzado en otros países. Pero, como dicen de las brujas, los hay. Seguramente se debe a un bien aceitado engranaje de ocultamiento, como en todos los casos. Incluso han corrido rumores de que encumbrados monseñores han tirado alguna “canita al aire” en esta cuestión, rumores que llegaron a rozar al propio arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado de la Argentina, quien por su parte contó con varios votos a favor durante el cónclave que el año anterior eligió al sucesor de Juan Pablo II, un teatro armado para la feligresía, cabe aclarar, puesto que quien lo sucedió ya era Papa poco antes de que Karol Wojtyla falleciera “oficialmente”.
Un caso emblemático y de mucho alcance en los medios de prensa –si bien actualmente se encuentra algo estancado en tal sentido- es el del sacerdote Julio César Grassi. A partir de la investigación de un programa televisivo en 2002, que puso en evidencia abusos sexuales cometidos por éste contra menores de edad que se alojaban en la Fundación “Felices los Niños”, por él presidida desde hace varios años, el tema debió atravesar por diversas instancias y batallas judiciales, que llegaron al extremo de que, cuando estaba a punto de iniciarse el juicio oral y público contra el sacerdote, a último momento fuera apartado el triunvirato de jueces que iba a actuar, acusados de parcialidad manifiesta a favor de Grassi. El sacerdote, que ya se relamía junto a su ejército de abogados de onerosos haberes por lo que consideraba iba a desembocar en una declaración de inocencia, ve ahora como las cosas se le han dado vuelta: fue designado otro trío de magistrados para juzgarlo; unas pericias psiquiátricas realizadas en la provincia de Santa Cruz, donde también protagonizó casos de abuso sexual, arrojó como resultado –como se citó anteriormente- que la personalidad de Grassi es la de un “pedófilo con marcados síntomas de narcisismo y megalomanía” ; aparecieron nuevos testigos abusados por el cura que antes no se atrevían a declarar; y buena parte de su equipo de abogados renunció a seguir patrocinándolo.
Si bien la fecha del nuevo juicio aún está algo en la nebulosa, resultaría ahora más claro que Grassi ya no lleva todas las de ganar, como se ufanaba en un principio. También ha mermado la frecuencia con que lo entrevistaban algunos diarios o lo invitaban a sus programas televisivos ciertos periodistas, algunos de ellos cercanos al Opus Dei, que lo victimizaban haciéndolo objeto de un “complot” y dándole cuerda para que se despache a gusto sobre su pretendida “inocencia”.
Los otros dos casos que llegaron al conocimiento público en la Argentina son los protagonizados por el arzobispo de Santa Fe, monseñor Edgardo Storni -cuya conducta era seguida por el Vaticano desde 1994 pero nunca se conoció el resultado del sumario, ya que se ocultó el expediente-, y por el titular de la diócesis de Santiago del Estero, monseñor Carlos Maccarone. El primero, acusado de abusar de unos cincuenta seminaristas, logró al parecer una mejor protección que Maccarone, ya que continuaría, aunque alejado de la función sacerdotal, “en algún lugar” de la provincia de Santa Fe, mientras este último, que llegó a ser filmado durante unas relaciones más que dudosas con un joven taxista, tuvo que renunciar a su diócesis y, ante la cantidad de pruebas en su contra, el Papa no pudo concederle el beneficio de un traslado dentro del país, como suele ocurrir en este sistema de encubrimientos, y fue trasplantado a cumplir una vida de “penitencia” en México.
Uno de los detalles que adornan la cadena viciosa de Edgardo Storni aparece en el capítulo 9 del libro “Nuestra Santa Madre. Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina”, de la periodista Olga Wornat, y se transcribe a continuación:
El Príncipe y el Pastor
"Era de noche. Lo llamaron al dormitorio principal. El chico fue creyendo que debía cumplir alguna de sus obligaciones diarias de ceremonial. Entró a la habitación sólo alumbrada por dos veladores de bronce y una extraña sensación de intimidad le inundó el cuerpo y lo incomodó. Trató de no pensar y obedeció las directivas de su superior. Lo ayudó a desvestirse. Lo hizo con pudor pero creyendo que era algo normal en el seminario y que se tenía que acostumbrar a las normas de ese lugar al que había llegado hacía tres días. Tembloroso frente al cuerpo sexagenario, le sacó prenda por prenda... Cuando terminó, vio caer el cuerpo fláccido del arzobispo sobre la cama, con su desnudez sólo cubierta con una toalla. El chico creyó que ya había cumplido con su tarea y se disponía a retirarse, pero se equivocó. Echado en el lecho de dos plazas con respaldo de bronce, monseñor lo llamó insinuante y le pidió que lo masajeara. Cada vez más nervioso, pero movido por el miedo y el respeto que le infundía la figura, el seminarista apoyó sus manos sobre la piel pálida, rosada y fofa, y comenzó a friccionarlo. A los masajes siguió la desnudez completa y el pedido de que se acostara al lado, y que lo acariciara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los genitales.
"Confundido, turbado y temeroso, el muchachito recién venido del campo, hijo de una familia humilde, obedecía y escuchaba las palabras serenas y contenedoras que lo alentaban:
"–Esto no es pecado hijo, yo soy monseñor Storni, un padre para todos ustedes, los seminaristas. Nuestro amor tenemos que compartirlo. Dios ve bien esta muestra de amor entre dos hombres, entre un padre y su hijo. Él nos apoya desde el Cielo. "
"Cuando terminaron, el chico salió perturbado del dormitorio episcopal y se encerró en el suyo. Un compañero lo notó muy mal, le preguntó si lo podía ayudar y a él le relató llorando lo sucedido".
Con una mueca indescifrable de dolor, vergüenza y asco, un ex seminarista de Santa Fe me relató así la experiencia que le confesara aquel chico salido de la zona rural. Desde ese momento, la fuente se convirtió en oído elegido por aquel muchacho, y luego por tantos otros, para vomitar el dolor y la confusión de esas relaciones "incestuosas" y abusivas en las que se involucraron, seducidos o empujados, por el religioso más importante de la Arquidiócesis de Santa Fe de los últimos diecisiete años.

Como dicen por ahí: “Un botón basta de muestra, los demás... a la camisa”.

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