Roberto Montoya
Barack Obama camina desde hace semanas con la cabeza baja camino al cadalso electoral. Poco antes de las elecciones de este martes 2, con una caída del índice de popularidad desde el 70% al 45% en sólo 18 meses, reconocía de antemano su derrota en el programa de TV “Daily Show” del comediante progresista Jon Stewart. “La gente está frustrada”, dijo el presidente. Y como tímida disculpa añadió: “hay cosas que la gente ni sabe que hicimos”. Una disculpa que suena rara viniendo de boca del comunicólogo por excelencia. Para intentar demostrar que no todo está perdido, Obama dijo en esa entrevista: “nunca dijimos que podríamos conseguir todos nuestros objetivos en 18 meses”.
En estas elecciones a mitad de mandato por las que tiene que pasar cada presidente estadounidense, se elige a los 435 miembros de la Cámara de Representantes y a un tercio de los 100 que componen el Senado; a 38 gobernadores, mientras tienen lugar simultáneamente varias elecciones locales y territoriales.
Todas las encuestas auguran que un “tsunami” republicano arrasará en las dos cámaras y en los principales estados en disputa, dejando maniatado a Obama en sus dos últimos años de mandato y abortando (lapsus, los republicanos no abortan) sus posibilidades de ser reelegido en 2012. La causa de esta derrota anunciada, de este desgaste tan acelerado del “milagro” Obama que obnubiló a medio mundo hace sólo un par de años, no puede atribuirse exclusivamente a las ya de por sí demoledoras consecuencias de la crisis capitalista mundial, que tuvo su origen precisamente en Estados Unidos.
Sin ser ningún radical, si uno atiende a los parámetros internacionales, Obama sí lo es para EEUU. Ya fue demasiado que un partido como el Demócrata, conservador, esclavista y antinegro desde que nació en 1824 y por varias décadas, al punto de ser el apoyo fundamental del Ku Klux Klan (el presidente Harry Truman fue miembro reconocido del KKK), evolucionara durante el siglo XX hacia unas posturas progresistas, cambiándose los papeles con el Partido Republicano (ambos nacieron del mismo tronco, el Partido Demócrata-Republicano) y llegara en el siglo XXI a nombrar a un candidato presidencial afroamericano. Demasiado cambio, sí.
Y es que Barack Obama no sólo viene enfrentando desde que inició su mandato el 20 de enero de 2009 el agresivo hostigamiento y boicot del Partido Republicano y de los principales “lobbies”, que cuentan con gran poder de influencia. No, Obama, a pesar de haber sido votado mayoritariamente en la interna de su partido frente a su gran rival, Hillary Clinton, su actual secretaria de Estado, no tiene el apoyo de todos los demócratas ni mucho menos. Esto se vio en el rechazo de miembros de su propio Gabinete a que investigara las graves violaciones de los derechos humanos cometidos por la Administración Bush al amparo de la “guerra contra el terror”, se vio en su frustrante batalla por cerrar Guantánamo, y se volvió a comprobar en el debate de la reforma sanitaria, que terminó descafeinándose tanto que poco quedó de su idea original.
Son varias las familias políticas que coexisten dentro del Partido Demócrata y Obama juega un papel bonapartista, haciendo equilibrios entre unas y otras. El jueves pasado, en el prestigioso blog “The Caucus” del New York Times, el analista Michael D. Shear, explicaba las presiones que sufría Obama dentro de su propio partido, y el peso que tienen las distintas corrientes. “¿Es Obama demasiado tímido?”, titulaba Shear su nota.
Y explicaba que esa era la crítica que le hacía el sector más “liberal” de los demócratas, que en EEUU es equivalente a “progresista” o “izquierda”. Shear explicaba que el sector más “liberal” o de izquierda del Partido Demócrata, el “Progressive Caucus”, con 78 miembros en la Cámara de Representantes (de un total de 255 representantes demócratas), presionaba al presidente para que fuera más radical en su programa. Este sector le pide que se apoye en ellos, en “un más pequeño y más cohesionado caucus”.
Pero los llamados “Blue Dogs” y los “New Democrats”, la corriente de los “moderados” y de los “centristas”, acumulan 105 escaños en dicha Cámara, son mayoría en el bloque demócrata .
Barack Obama sabe por tanto que aunque su ideario esté más cercano al “Progressive Caucus”, necesita indispensablemente del apoyo de las otras dos corrientes para intentar sacar su programa adelante.
Shear recuerda en su análisis, para más Inri, que según una última encuesta de Gallup, el 42% de los estadounidenses dicen ser “conservadores”, el 35% “moderados” y sólo un 20 se reivindica “liberal”. Con esas cifras internas y externas sobre la mesa Obama no tiene demasiado para festejar. En las últimas semanas ha concentrado sus esfuerzos en remodelar su Gabinete en un intento por atacar aquellos problemas más inmediatos que acucian a los ciudadanos.
Esta realidad es bien conocida por el Partido Republicano y de ahí su euforia y radicalización. Actualmente tienen 178 escaños en la Cámara de Representantes y 41 en el Senado, pero están seguros de conseguir la mayoría en las dos cámaras.
Desde que Obama llegó al poder, el Partido Republicano radicalizó su discurso y engendró el Tea Party, un movimiento con valores cavernícolas, ultraconservador, xenófobo y homófobo, enemigo acérrimo de todo lo que huela a Estado y defensor a ultranza de las armas, que ha ido creciendo como la espuma en todo el país.
Liderado por Sarah Palin, ex gobernadora de Alaska y ex candidata a vicepresidenta en tándem con John McCain en las elecciones en las que ganó Obama, en poco tiempo se ha convertido en una poderosísima corriente dentro del Partido Republicano. Palin reconoce públicamente que luchará dentro de su partido para ser la candidata republicana a las presidenciales de 2012. Los comicios del martes darán una primera pauta de cuán cerca están los republicanos de volver a la Casa Blanca.
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