El Nolato
Cuéntase que, en un país remoto ubicado en el extremo más oriental del mundo, existió un famoso sastre llamado Omar Jalil. Decíase de Omar que era hombre exento de vicios, de ánimo atemperado y muy amante de Zulema, que así se llamaba su esposa, y de su prole. Zulema era hija de un sabio eminente de la universidad de Medina y, contrariamente a su nombre, era una mujer de natural delicado y vulnerable, muy propensa a las enfermedades. Como ya se puede adivinar, el temperamento de Zulema no fue muy prolijo en eso de dar descendencia, así que la prole se redujo a una enjuta cosecha de dos hijos varones: Abdel y Mohammad. A estos dos los educó Omar con muy buen éxito en el oficio familar y en las buenas virtudes; así que, cuando los dos frisaban el alba de la adolescencia, ya estaban convertidos en dos sastres de buena fama y en jóvenes muy respetables.
Abdel era un joven de temperamento práctico y más parecido a la estirpe de su padre, y no tuvo mayor problema en ceñirse con efusión y sin vacilaciones al oficio de éste. Mohammad, en cambio, con la sangre bullendo más por la línea materna, había sido siempre muy inclinado a las reflexiones, las lecturas, los asombros con la naturaleza y a las disertaciones melancólicas. Y las meditaciones de Mohammad, lejos de jugar con innovaciones en el arte sastreril, se posaban en cosas muchos más profundas y misteriosas como “¿por qué demonios rota la tierra?”. Evidentemente, la diferencia de temperamento en los dos jóvenes se dejaba notar en la productividad del taller, no tanto en atención a calidad y a cantidad, sino en relación a desgaste gerencial del padre. Si Abdel rendía un traje completo bien ornamentado y dos velos ribeteados con hilo de camello por día, Mohammad era capaz de lo mismo, pero tenía que estar siendo apurado de continuo y al tenor de serios regañadientes.
Fue así que, un día de ésos, Mohammad arrojó a un lado los arreos y los dedales para dejar el oficio de sastre, habló con sus padres, éstos le escucharon y le entendieron, y partió con la bendición de su familia y de Alah a la universidad de Medina para seguir la ruta del abuelo materno. Abdel, por su parte, seguiría leal al oficio familiar por el resto de su vida.
Con el tiempo, cuando los dos muchachos alcanzaron la edad debida, contrajeron matrimonio y cada uno formó su hogar. El segundo en casarse fue Mohammad. Y no fue sino poco después de las bodas de éste que Zulema volvió a caer en una sufriente enfermedad. Pero esta vez la dolencia fue más tenaz y letal que las demás y, al cabo de un par de semanas, falleció en un suspiro. Omar, amándola tanto, y no pudiendo vivir sin su mujer, se sumió luego en mortal enfermedad que le postró miserablemente en la cama. Desfilaron frente al anciano Omar, y por instancias de los amantes hijos, médicos, brujos, nigromantes, agoreros y efrits, todos con la misión de curarle. Mas, al final, todo intento fue frustrado por la muerte que se aferraba a las puertas del hogar del venerable anciano en espera del último suspiro. Y fue así que Omar, advirtiendo ya lo inevitable, se dio a dictar su testamento y llamó luego a sus dos hijos; y ya frente a los dos críos hizo las reparticiones, las encomiendas, las abluciones y las despedidas acostumbradas, y lanzó las últimas boqueadas para luego partir feliz hacia el lado de Zulema y muy debidamente amortajado en su sudario.
Después de los servicios fúnebres, cuando ya departían en el hogar paterno, fue que Abdel comunicó las buenas nuevas a su hermano Mohammad: se iba a México, y para no volver. Y dicho esto, los dos hermanos se despidieron muy efusivamente y al calor de fuertes abrazos que se bañaban en ríos de lágrimas y bálsamos de votos y plegarias al altísimo. A los pocos días de su declaración suma, Abdel vendió sus bienes, enterró agujas y tijeras, besó el suelo entre sus manos, se despidió de amigos y vecinos y tomó a su mujer y se marchó a México sin mirar atrás.
Los dos hermanos se amaban entrañablemente. Nunca perdieron el contacto y jamás permitieron que el tiempo echara tierra sobre su amor filial; así que continuaron enlazados por un sólido y caluroso puente epistolar que no cedería jamás. Abdel por fin tuvo un hijo al cual puso el nombre de Alí, y a quien educó exitosamente en el oficio de sastre; y Mohammad tuvo un hijo varón al cual puso el nombre de Mustafa, en honor de su hermano, y que seguiría los mismos pasos de su padre en la universidad de Medina.
El tiempo se fue en las alas de los años. Mohammad y su esposa se adelantaron con mucha anticipación en el camino al paraíso, y Mustafa prosiguió soltero, feliz y muy despreocupado en su cátedra de matemáticas en la universidad de Medina. Abdel le sobrevivió una buena cantidad de años más a su hermano, siguió trabajando con devoción en la aguja y la tijera y, a la vuelta de los tiempos, logró fundar una modesta fábrica de ropa en México. El hijo de éste, Alí, tuvo un hijo al cual puso por nombre Aladino. Al morir Abdel y su esposa, su hijo Alí quedó al frente de la empresa.
La comunicación entre ambas familias terminó a la muerte de los patriarcas, así que Alí y Mustafa alcanzaron la madurez, pero jamás trocaron comunicación en lo sucesivo. Pero esta situación habría de dar un vuelco por un estremecimiento sentimental con origen en la misma Medina.
Corrían los tiempos que corren cuando a Mustafa le empezó a entrar la nostalgia por el primo de México, Alí. Y aquellos oleajes de melancolía y anhelo por la sangre le fueron creciendo en intensidad y número al grado de que, en no pocas ocasiones, se vio envuelto en situaciones un tanto bochornosas en medio de clase, frente a sus sorprendidos discípulos, cuando las remembranzas se le venían en tropel para estremecerle el pecho y sofocarle la garganta con amargos nudos.
No eran escasos los días en que Mustafa, en total soledad, y a la luz de la luna estival en el balcón de su gabinete, cogía las viejas cartas de los patriarcas para repasarlas una y otra vez con sus ojos llorosos. Luego, movido por aquellos sentimientos de amor filial que le estrujaban, se dio a la tarea de indagar una y mil formas de entrar en contacto con la familia al otro lado del mundo; pero todo esfuerzo fue infructuoso, estéril. Lo único que logró atrapar en sus manos fueron datos dispersos, pero un tanto ciertos, hasta donde cabía suponer: se presumía que el primo Alí vivía, mas se deconocía su paradero en México. Y fue así que, un día de ésos, en medio de esos anhelos y congojas, y cuando ya los mares de lágrimas rebosaban por sobre los diques de los párpados, Mustafa hizo a un lado los arreos de enseñanza, armó su mochila, vendió sus bienes, se despidió de la célebre Medina, besó el suelo entre sus manos, hizo las abluciones y plegarias debidas y partió con rumbo a México.
Movido en gran medida por su corazón curioso, Mustafa optó por viajar por tierra para conocer el mundo a su paso. El entusiasta Mustafa se fue alternando diversos medios de viaje: hoy autobús, mañana pidiendo aventones, luego caminatas de placer. El pobre Mustafa nunca pudo imaginar que aquel viaje que él estimaba de placer, iría a terminar convertido en una verdadera odisea. Y esto de la odisea sucedió porque las revueltas en medio oriente le cogieron apenas iniciada la aventura. Mas Mustafa no se arredró y, aunque lleno de sobresaltos, siguió en su camino para alcanzar la meta fijada. En su mente no había otra cosa que alcanzar las fronteras de México.
Fue al mediodía del día trescientos treinta y cuatro cuando Mustafa se plantó al pie de aquel nuevo lomerío, y se dijo: “éste sí es el último”. El sol estival caía a plomo, de modo que la escalada sobre aquellos lomeríos áridos y tan plagados de malezas resecas y espinosas fue verdaderamente extenuante. Pero el esfuerzo valió la pena; al llegar a la cresta de aquella elevación, Mustafa miró al otro lado lo que parecía ser su meta añorada y soltó un hondo suspiro de satisfacción. Ahí, frente a él, y reposando sobre un extenso valle, estaba lo que parecía ser la gran capital de México. Y aunque en su pecho vibraba la felicidad, la misma no era completa. Había algo que le inquietaba. Y es que en las cartas de los patriarcas jamás había leído referencia alguna a esas enormes murallas con aire muy morisco. “¿Qué pasa?”, se dijo. Así que volvió la mirada hacia todos lados para dar cuenta de un hirviente páramo que iba a perderse en el horizonte distante, sacó un plano de su bolsillo, luego su brújula, se ubicó debidamente, revisó, constató que estaba en el lugar indicado y, ahora sí feliz por completo, volvió su vista muy satisfecho hacia la gran ciudad.
Para Mustafa, la vista de aquella gran metrópoli era a costa de una extraña mezcla de admiración y recelo, pues se le ofrecía a los ojos a manera de un monstruo rumoroso rodeado de una bruma grisácea y espesa y que sesteaba con holgura tras unas murallas ingentes que le daban al todo un aire de fortaleza medieval. Y más allá de ella, a sus lados y hacia atrás y hasta donde la vista se perdía en la lejanía, el hombre podía ver más ciudades amuralladas y más ciudades amuralladas. Lanzó un hondo suspiro de satisfacción y al punto empezó a descender para ir a las amplias puertas de la ciudad capital. En el camino solamente se daba a imaginar al primo Alí y a recordar los muchos sobresaltos y apuros por los que había pasado desde que había partido desde el otro lado del mundo meses atrás.
Ya empezaba a pardear la tarde cuando Mustafa franqueó las puertas de la gran muralla. A primer golpe de vista, la gran ciudad le pareció de lo más normal. Todo era como había leído en las cartas y conforme a lo que él esperaba de una ciudad como aquella. La arquitectura completamente occidental; por doquier se dejaba ver concreto, acero, cristal, asfalto. La gente y su cultura también completamente occidentales y con ese aire latino muy pintoresco. Ríos de autos por donde sea y sistemas de transporte colectivo de proporicones colosales. Era una ciudad grande, compleja, populosa y muy bulliciosa. Sus calles y avenidas estaban colmadas de un gentío en actividad efervescente. Y como la gente era el mercado más abastecido por aquellas latitudes, no le faltó a quien pedir orientaciones sobre la ubicación de su siguiente meta: la embajada de su país. Mas todo intento en ese sentido resultó inútil. Mustafa preguntaba y siempre la misma respuesta: le escuchaban muy atentos, se rascaban la nuca, y luego se encogían de hombros con un gesto de extrañeza en el rostro para decirle que no entendían ni jota de su idioma. Y no faltaron los granujas que, fingiendo entenderle, se dieron a la gracia de mandarle por rumbos aleatorios con el simple motivo de divertirse.
Aquella tarde se le escurrió a Mustafa entre los dedos con sus frustradas indagaciones. Pronto le alcanzó la noche y observó algo poco habitual para las costumbres de su tierra: las calles todas se quedaron vacías, sin gente. Como por arte de magia, la gente toda se había metido en sus habitaciones y los lugares públicos lucían más abandonados que el mismo corazón del Sahara. Aquello le trajo a Mustafa un ligero recelo y optó por hacer lo mismo que los demás. Revisó sus bolsillos, se ajustó a su ya muy magro presupuesto, y alquiló un cuarto en un hotel de mala muerte. El sueño le alcanzó tratando de encontrarle explicación al asunto de las murallas moriscas.
Al otro día Mustafa se despertó muy de mañana. Se duchó, se puso un cambio de ropa e inscribió en su cabeza el mismo objetivo de ayer. Pero como el día apenas comenzaba y daba tiempo para muchas cosas, consideró que sería agradable caminar hacia la embajada y de paso conocer la ciudad. Asi que salió del hotel, fue a disponer de rico almuerzo, y luego se dio al placer de recorrer las calles de la gran ciudad.
Mustafa no tardó mucho en caer en la cuenta de algunas cosas muy curiosas en aquella ciudad. Si desde la víspera la ciudad le había parecido enteramente occidental y muy latina, con excepción de la muralla que no logró explicarse, en este segundo día, en cambio, empezó a ver ciertos edificios dispersos con un estilo completamente arabesco. Al principio atribuyó aquellos descubrimientos a simples curiosidades o a muy aisladas excentricidades de los propietarios; pero al ir recorriendo más y más por esas calles y plazas, la cantidad de edificios y espacios arabescos creció sensiblemente y Mustafa terminó completamente confundido. “¿Qué demonios pasa aquí?”, se preguntaba muy extrañado. Y no tardó en reparar en ciertas cosas en torno a esos curiosos hechos; analizó, y pronto estableció una relación muy clara: lo arabesco estaba en los edificios públicos y en mucha de la infraestructura, así como en algunas grandes residencias particulares que daban la traza de ser los hogares de grandes señores del dinero en ese país. Por lo demás, es decir, por las zonas habitacionales del pueblo y por los edificios de rutina, todo seguía como debía ser y muy de acuerdo a la cultura de la gente común en aquel país.
Al doblar una esquina por una de esas grandes avenidas, Mustafa fue a dar de frente con un mausoleo muy suntuoso. Aquello llamó su atención porque, otra vez, el dichoso sepulcro era de estilo arabesco. Se trataba de un espacio rectangular de cien metros por cien, rodeado por una verja alta muy ornamentada y de un dorado muy bruñido. Más allá de la verja había un jardín ricamente hermoseado, y al centro de todo una imponente tumba con todo el estilo de una elegante mezquita. Al frente de la tumba descansaba silente la monumental estatua de un héroe, en cuyo pedestal rezaba el siguiente elogio de una nación completa: “Al héroe inmortal que nacionalizó el petróleo para bien de todos los
Aquel descubrimiento despertó el más vivo interés de Mustafa. Recordaba perfectamente bien a ese héroe mexicano porque había sido tema de grande y reiterado interés en las epístolas de los patriarcas. Así que Mustafa fue a una banca de la plaza dichosa, tomó asiento, sacó las cartas y empezó a repasar. Al término de su conciliación literal, volvió el rostro hacia todo aquel monumento y, a juzgar por el aire reverente y casi religioso de aquel espacio, le quedó claro que aquel general sí que había sido un gran benefactor de México, tal como apuntaba su tío Abdel en aquellas cartas añejas.
En un momento, mientras Mustafa repasaba con su vista aquel hermoso mausoleo en medio de aquel silencio reverente que reinaba, algo llamó su atención vivamente hacia un costado del lugar. Se trataba de un cuerpo militar que vestía muy a lo otomano y hacía honores al general. “¿Soldados otomanos’”, se dijo muy extrañado mientras se rascaba la nuca y seguía la escena. Los soldados dispararon salvas al aire, marcharon muy regiamente e hicieron un cambio de guardia que se baño con miríadas de flashazos que manaba de entre la fascinada muchedumbre que observaba el espectáculo.
Si lo de los edificios arabescos había encontrado una explicación plausible, aunque inconcebible, lo del mausoleo y los soldados otomanos terminó por derrumbar todo y sumirle de nuevo en la más completa confusión. Y con todo y confusión y escozores en el lomo, reanudó la marcha para ir a dar a una gran plaza de aspecto sobresaliente y faraónico, que daba trazas de ser una de las más importantes en la gran urbe, si no es que la más importante. Mas otra vez, y conforme a la regla que se venía presentando en aquel día, aquel espacio también era arabesco. Pero esta plaza sí que era en verdad hermosa. Estaba cuajada de fuentes chispeantes y rumorosas, corredores ribeteados con herrería ornamentada, colmada de jardines lozanos y bañados de verde frescor y tachonada de zonas arboladas dulcemente umbrosas y muy ideales para el más apacible sesteo de las aves.
El hombre, que ya trasudaba sensiblemente, fue a sentarse en el brocal de una de las muchas fuentes. Remojó su pañuelo para refrescar su rostro y luego fue a reposar bajo la sombra de una arboleda umbrosa de aquel lugar. Y ya ahí, se dio al placer de repasar con los ojos aquel paisaje urbano.
La plaza estaba flanqueada por edificios colosales en tres de sus cuatro costados. En el primer costado había una imponente mezquita que daba todo el rastro de ser la gran catedral de la ciudad. A primer golpe de vista, a Mustafa le pareció que estaba debidamente orientada hacia la Meca; no había objeción en lo tocante a ese punto. No pasó por alto los cuatro minaretes muy enhiestos y espigados que le flanqueaban, su sobria belleza exterior y aquellos discretos adornos de mosaiquería estilizada y con motivos muy rebuscados que recorrían los bordes de su portales y muy escasas vantanas con formas ojivales. En otro costado descansaba un imponente edificio público de estilo arabesco que, por su actividad toda, daba la apariencia de ser el lugar donde despachaba los asuntos el mismo presidente de la república…Bueno, ya a estas alturas le quedaba duda a Mustafa si se trataría de un presidente o un emir o un sultán. El caso es que más se extrañó, porque en ese edificio atisbó algo que le dejó perplejo; y es que, en cada balcón del palacio de gobierno, en cada bandera, en cada asta y en cada elevación y en cada pináculo de chapiteles y bóvedas, se dejaba ver algo que, por su solemnidad y por sus emplazamientos especiales, daba las trazas de ser un escudo nacional: un águila posada en una media luna…
- ¿Un águila posada sobre una media luna?...¿Qué demonios es esto? -se decía Mustafa sin poder atinar a la razón de tan exótico símbolo.
Y hubo otra cosa de aquel espacio que llamó sobradamente su atención. En dicho palacio de gobierno de nuevo se observaban muchos soldados con vestimentas otomanas haciendo guardia muy marcialmente. De vez en vez, entre el ir y venir de la muchedumbre de burócratas con traza occidental, veía entrar y salir sujetos con vestimenta arabesca muy adornados con turbantes de todos los estilos y casi sempre seguidos por séquitos presurosos y serviles.
Y hacia otro costado de la plaza, el tercero, el hombre apreció lo más llamativo de todo aquel escenario. Se trataba de una residencia privada de estilo sirio. Aquel lugar era, simplemente, un palacio de ensueño. Embelesado con lo que veía en aquel palacio, Mustafa se dio a la tarea de recorrer con la vista los espacios y lujos que le adornaban. Paredones, murallas almanedas, bastiones y torreones, como siempre, iban sobrios, llanos y muy blanquecinos. Las cámaras y habitaciones principales rematadas en bóvedas bulbosas que se coronaban con los pináculos dorados del águila posada sobre la media luna. Por entre las elegantes celosías de las decenas de ventanas en forma de ojiva podía admirar las techumbres de maderas preciosas que iban a descansar en arcos polilobulados y columnas cilíndricas muy ricamente decoradas. Todos aquellos interiores rebosaban de ornamentaciones rebuscadas de concreto, marfil, metales preciosos, mosaicos de ricos motivos, pinturas, tapices persas, lacerías, arabescos y siriácos puros. Había por doquier pabellones salientes y balcones atoldados y colmados de jardínes exóticos que se dejaban caer al vacío como cascadas oscilantes. Y al frente, a manera de entrada principal, un acceso monumental en forma de ojiva y cerrado con dos hojas de madera de roble muy elegantemente adornadas con herrería y clavos dorados que rutilaban bajo los rayos del implacable sol.
Hacia el cuarto costado pervivía una mezcla caótica de todo donde predominaba lo occidental hasta donde se perdía la vista. Con todo, entre el frío del cristal y el acero de vecindarios y edificios comerciales, se dejaban ver pequeñas mezquitas, madrazas y palacetes muy arrebujados y discretos entre todo lo demás.
A esas alturas le quedaba claro a Mustafa que, por alguna extraña razón, aquel país había decidido que sus edificios públicos y religiosos, infraestructura y símbolo patrio, tomaran todos el estilo arabesco. Y todo indicaba que los muy ricos se habían ceñido en absoluto a esa moda o disposición oficial. Pero persistía en Mustafa la mayor de todas las dudas: ¿Por qué?
Cuado Mustafa ya había reparado sus energías y se disponía a marchar hacia la embajada, observó a una linda y joven mujer que lo revisaba con suma curiosidad desde una banca cercana. El interés inusual de la mujer, y sobre todo su apariencia, llenaron a Mustafa de un dulce y amable sobresalto, y quizás de cierto aire de esperanza. Y es que aquella joven, contrariamente al resto de los transeúntes comunes, tenía un aspecto moro y vestía con la misma índole. Mustafa se sintió como clavado al suelo por la mirada de aquella doncella. No se atrevió a ponerse en pie y permaneció en su lugar congelado por aquel atrevido examen femenino. Y él también se entregó al examen.
Mustafa no pasó por alto la belleza exquisita de aquella morisca. Vestía muy a tono con su aspecto étnico. Portaba unos bombachos de seda fina muy bien ajustados a los tobillos por sendos listones y muy ceñidos a la cintura y con altura muy baja, cubriendo apenas hasta el filo superior de las caderas. Llevaba una camisa de igual género, color y matiz que los bombachos, de largo hasta debajo de los senos y de mangas largas, bombachas y muy ceñidas al nivel de las delicadas muñecas. Encima de la camisa un chalequillo sin mangas y de igual largo que la camisa, pero de un brocado rebuscado y muy hermoseado.
Al poco rato, aquella mujer se acercó y se aposentó en la grama frente a Mustafa, con gran aplomo y una dulce y amistosa sonrisa. Grande y dichosa fue la sorpresa del joven al enterarse de que aquella mujer hablaba su idioma; así que se dio por muy feliz y contento y se entregó a las salutaciones y a las presentaciones.
Se llamaba Fátima y no tardó mucho en montarse al corcel de aquel su fresco arrojo y, muy bien armada con la pica de sus natural curiosidad femenina, se lanzó sobre Mustafa con una oleada de preguntas. Éste se entregó sin oponer resistencia y le informó con detalle, verdad y amabilidad sobre su estancia en aquella ciudad y sobre cada punto que abordó la mujer.
- Pero aclárame una duda, Fátima –dijo Mustafa -. He podido notar que la gente común de este país, la grandísima mayoría, por cierto, viste, vive y se comporta muy a lo habitual, muy a lo occidental, como es de esperar. Mas he notado que hay una minoría de estamentos o estratos sociales que visten, viven y actúan muy a lo arabesco; y he encontrado también que, indistintamente, se trata de burócratas de alto nivel, militares y de gentes que dan todas las trazas de ser grandes señores del dinero. He paseado por la ciudad y he dado con la cuenta de que edificios públicos, residencias privadas de grandes señores, monumentos y hasta infraestructura, están de igual modo sumidos en lo arabesco. Solamente aquí, en esta plaza, puedo constatar eso con toda viveza. Mi duda es por qué sucede toda esta diferenciación cultural en este país. ¿Por qué lo arabesco al lado de lo occidental?…¿Por qué sucede esto en México?
- ¡Oh forastero¡ -dijo Fátima -. Mucho me temo que estás completamente extraviado. Mucho, pero mucho tiempo ha que este país dejó el nombre de México por el de Emiratos Mexicanos Unidos.
- Pero…pero…¡esto no es posible! –tartamudeó Mustafa muy perplejo -. Los Emiratos están al otro lado del mundo…esto es occidente latino…esto es México…esto…
- Y te recomiendo que no pronuncies esa palabra de “México” –agregó Fátima con mucho sigilo y volviendo la vista hacia todos lados-. A la gente de arriba no le es muy grata esa palabra que digamos. No vaya siendo que te cueste el cepo, extranjero.
- No logro entender esto, Fátima –añadió Mustafa -. Este país está puesto de cabeza.
- Lo mismo dicen muchos forasteros bisoños –dijo Fátima.
- Han tomado la cultura árabe, pero no la han tomado –respondió Mustafa -. De pronto, oficialmente son árabes, pero la infinita mayoría de la gente, el pueblo raso, sigue siendo occidental en todos sus aspectos y hábitos. La clase gobernante es la única que se ciñe con gran contento a ese nuevo estado de cosas. Veo todo eso, y no logro darle sentido, Fátima.
- Efectivamente, extranjero –dijo Fátima -. Este país contiene dos mundos en su seno; dos mundos opuestos y divorciados. Como bien has dicho, nuestra clase gobernante está satisfecha con esa nueva condición en su forma de ser y de hacer las cosas; y tan feliz está, que oficialmente somos árabes porque así les place a ellos, porque a ellos eso les resulta satisfactorio como una forma de rendirse culto a ellos mismos. Mas el pueblo raso, como tú le llamas, no se ha avenido con ese hábito que consideran exótico y pervertido en sus clases gobernantes.
- ¿Pervertido? –preguntó Mustafa.
- El asunto, ¡oh extranjero! –respondió Fátima -, va mucho más allá de lo cultural y pintoresco. Todo esto que tú contemplas con ojos extraviados, no es sino la expresión de un problema mayor en este país…
- ¿Qué problema? –inquirió Mustafa.
- Nuestras clases gobernantes, forastero –respondió Fátima -, se comportan en la política y en la economía como una monarquía oriental.
- ¡No logro entender nada! –expresó Mustafa completamente extraviado -. ¿Son una república democrática o una monarquía?
- Una monarquía disfrazada de república –corrigió Fátima.
-¿Cómo fue que llegaron a esta absurda situación? – preguntó Mustafa.
- Es largo de contar, extranjero –respondió Fátima -. Pero seré tu brújula para que entiendas a este país y vivas con bien al lado de tu primo Alí.
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