4/01/2011

Hipocrecia elemental

 Cuando el presidente Obama salió a las ondas hace dos noches para explicar los motivos de su lanzamiento de la Operación Amanecer de la Odisea en Libia, podría haber mencionado que la misión comenzó en el 8º aniversario de la invasión estadounidense de Iraq.
Y aunque se trata de una coincidencia que EE.UU. preferiría ignorar, las consecuencias a largo plazo de la guerra de Iraq nunca han sido más relevantes que ahora.
Por nobles y justificadas que puedan ser las intenciones de EE.UU. al lanzar un ataque contra un dictador que ha asesinado a su propio pueblo y ha apoyado actos internacionales de terrorismo, la hipocresía e inconsecuencia con la que el gobierno de Obama ha tratado el denominado “Despertar Árabe” corre el riesgo de generar tanta ira en la región como lo hizo la invasión de Iraq, especialmente entre los jóvenes que han dirigido las revoluciones pro democracia que han inspirado al mundo.
Si hay una cosa que la “Generación Facebook” del mundo árabe no soporte, es la hipocresía, sea de sus propios gobiernos o de sus aliados y patrocinadores extranjeros.
Sin embargo, es imposible no reconocer la vulgar hipocresía de apoyar los derechos de manifestantes contra el gobierno de Libia, mientras se hace la vista gorda ante los mismos hechos en Bahréin, donde las tropas del gobierno han masacrado a docenas de civiles desarmados; en Yemen, donde el régimen del presidente Ali Abdullah Saleh ha estado disparando munición de guerra contra multitudes pacíficas; en Arabia Saudí, cuyos militares se han enviado a países vecinos para reprimir brutalmente las demandas populares de los derechos y libertades más elementales; en los territorios palestinos, donde las manifestaciones no violentas por un final de los asentamientos israelíes han sido totalmente ignoradas por un gobierno estadounidense que, hasta hace poco, prometía que la congelación de los asentamientos formaría la base de su política en Medio Oriente.

Al anunciar los ataques militares contra el coronel Gadafi, Obama declaró que EE.UU. “no puede permanecer con los brazos cruzados cuando un tirano dice a su pueblo que no habrá clemencia, y sus fuerzas aumentan su ataque contra hombres y mujeres inocentes [quienes] enfrentan brutalidad y muerte a manos de su propio gobierno”.
Reiteró este tema en su último discurso.
¿No ve el presidente la ironía de esas palabras, que podrían aplicarse a cada uno de los aliados dictatoriales de EE.UU. en Medio Oriente?
Seguramente tiene que verla, y no obstante se negó a encarar este problema directamente, a pesar de que es la definicion de la forma en que la gente de la región ve su credibilidad.
Podrán aplaudir su promesa de que “las fuerzas siniestras del conflicto civil y de la guerra sectaria deben evitarse y hay que encarar las difíciles preocupaciones políticas y económicas.”
Pero no pueden dejar de cuestionar su continuo apoyo a aliados dictatoriales de la región, cuyos dirigentes fomentan activamente las mismas divisiones sectarias.
Una inconsecuencia semejante –que periodistas y editorialistas por igual describen abiertamente como “cínico realismo político”– que inevitablemente causará un daño permanente a la posición de EE.UU. en el nuevo Medio Oriente.
El discurso del señor Obama no hizo nada para encarar las inconsecuencias en la respuesta de EE.UU. a la llamada “Primavera árabe”.
Y en la reunión de “aliados” en Londres para establecer la zona de exclusión aérea, la declaración de la secretaria de Estado Clinton de que “es obvio que Gadafi ha perdido la legitimidad para dirigir” revela ironía e hipocresía a partes iguales, ya que según cualquier definición razonable de “legitimidad” pocos, si es que hay alguno, de los dirigentes del mundo árabe tendrían “legitimidad para dirigir”.
Al mismo tiempo, al negarse a formar parte de la Corte Penal Internacional (CPI), EE.UU. debilita la legitimidad de la CPI como jurisdicción para procesar a Gadafi por crímenes contra su pueblo, como han sugerido aliados como Gran Bretaña.
En general, parece que EE.UU. sigue actuando según un guión ya obsoleto, según el cual puede invadir a sus adversarios por cometer acciones que los amigos pueden continuar cometiendo con más o menos impunidad. No es manera de dirigir la política exterior en el Siglo XXI.
En nuestros frecuentes viajes por la región, los activistas y la gente de a pie nos han dicho repetidamente que no pueden aceptar una intervención militar estadounidense en un país que acepta y tal vez apoya tácitamente las represiones en otros.
Los activistas en Egipto esperan en vano, como dijeron cáusticamente a Clinton en El Cairo en su reciente viaje, que EE.UU. se pronuncie sobre la continuación de arrestos arbitrarios, encarcelamientos, torturas y leyes de emergencia.
Los chiíes (así como sus compatriotas suníes) que luchan por la democracia en Bahréin esperan algún reconocimiento de EE.UU. de la legitimidad de sus demandas.
El pueblo de Yemen espera que EE.UU. deje de apoyar a un presidente autoritario e impopular en nombre de la seguridad nacional, como hacen sus vecinos del norte, en Arabia Saudí.
Incluso mientras los que se preocupan por los sufrimientos humanitarios en Libia tienen motivos para esperar que la intervención dirigida por EE.UU. siga impidiendo un gran baño de sangre, el tiempo se acaba rápidamente para una política estadounidense más amplia.
El legado del gobierno de Obama, y la posición de EE.UU. en el mundo, dependen en gran parte de si la política exterior estadounidense puede alinearse con los pueblos de la región y sus derechos humanos y políticos fundamentales, que son una garantía mucho más segura para la seguridad nacional de EE.UU. a largo plazo que las alianzas militares o petroleras con dirigentes venales y autocráticos.
Y sean cuales sean sus acciones en Libia, parece que el señor Obama todavía tiene que comprender este hecho elemental.

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