A. Martinez L.
La evolución de la guerra civil en Libia y la feroz intervención militar, naval y aérea, de las potencias occidentales en contra del gobierno y a favor de los rebeldes, va desvelando poco a poco la oscura trama que se tejió en el consejo de seguridad de la ONU. Por lo pronto, la doble finalidad que en apariencia pretendía la nefasta resolución (protección de la población civil y creación de una zona de exclusión aérea) ha quedado relegada y sustituida por otros descarnados fines hasta entonces encubiertos: licencia para bombardear los objetivos civiles y militares que deseen, apoyo directo a la sublevación militar y expulsión consiguiente del poder del coronel Gadafi, si es que antes no logran matarlo mediante las bombas y misiles con que atacan sus residencias oficiales. Por eso, despejadas algunas dudas y olvidados los propósitos «humanitarios» de cara a la galería, la dirección de la guerra contra Libia ha quedado en manos de la OTAN, brazo armado de Estados Unidos en la guerra fría e instrumento útil después, pues así incrementa su poderío militar en el mundo y las guerras le salen más baratas.
La resolución contenía otras medidas de castigo contra Libia, como la congelación de los activos financieros, la prohibición de vuelos comerciales y el embargo de armas, pero también algunas cautelas —introducidas sin duda por los países reticentes a la agresión— como la exclusión de “una ocupación extranjera de cualquier forma y en cualquier parte del territorio libio” (punto 4) y la aprobación del envío de un representante del secretario general de la ONU y de un delegado de la Unión Africana “con el propósito de facilitar el diálogo que conduzca a las necesarias reformas políticas para encontrar una solución pacífica y duradera” (punto 2, cursiva mía). De esto último hablan poco los gobiernos agresores y sus apologistas mediáticos. Lo que sí sueltan, entre amenazantes y cínicos, es una enigmática frasecita incluida en el texto según la cual se autoriza al consejo de seguridad para “tomar todas las medidas necesarias” (to take all necessary measures)… “para proteger a los civiles”, que ellos interpretan de manera interesada como carta blanca a cualquier forma de agresión.
Aunque algunos políticos autotitulados «progresistas» pretendan ocultar la nueva guerra bajo el manto protector de las Naciones Unidas, hace ya muchos años que la ONU ha perdido su autoridad moral e incluso su dignidad. ¿Cómo explicar si no, que la creación del Estado Palestino fuera aprobada en 1948 y siga todavía pendiente? ¿Por qué no ha llevado al Tribunal Penal Internacional a George Bush y a Tony Blair por la criminal invasión de Iraq que ha causado más de un millón de muertos y cientos de miles de exiliados? ¿Qué castigos ha impuesto a Israel por la invasión de Líbano y la destrucción de Gaza con toda clase de armas, incluidas las bombas de racimo y fósforo blanco? ¿Cómo puede mantenerse el bloqueo norteamericano a Cuba cuando la práctica totalidad de la Asamblea General lo ha rechazado en repetidas ocasiones? Se nos dirá que el poder real está en manos de las cinco naciones con asiento permanente en el consejo de seguridad y que en última instancia es el gobierno de los Estados Unidos quien ordena y manda en dicho consejo. Entonces, ¿para qué vale la ONU, además de para pronunciar bellos discursos? ¿Sólo sirve para condenar a los países pequeños y que tengan valiosos recursos naturales o que simplemente no se sometan al imperio? Si esto no es una farsa, que venga Dios y lo vea.
El eclipse de la retórica de Obama
Una de las principales cualidades del presidente de los Estados Unidos es su retórica. De ella dio buenos ejemplos durante la campaña electoral y al comienzo de su mandato. Hace tiempo que se observa un desajuste entre sus palabras y sus hechos. Por eso, su antes brillante retórica se ha apagado y sólo queda el oportunismo de un político que no cree en lo que dice y que lo que dice no tiene sustancia, suena hueco. Veamos dos ejemplos, uno de su intervención durante el viaje a Chile y otro sobre Libia. El primero tuvo lugar en un llamado “centro cultural Palacio de la Moneda” de Santiago, muy cerca del lugar donde fue asesinado el presidente constitucional Salvador Allende en un golpe planificado por el gobierno norteamericano y ejecutado por el general Pinochet. No se atrevió a pronunciar una sola vez el luminoso nombre de Allende, pero tuvo la desfachatez de leer allí unos versos de Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura, autor del Canto general, militante del Partido Comunista de Chile y víctima también del golpe de estado. Elogiando la actitud de sus anfitriones, llegó a decir que en Chile “los llena de orgullo su patrimonio indígena”, cuando están recientes las fuertes condenas a representantes del pueblo mapuche en virtud de la legislación antiterrorista dictada por Pinochet. No tuvo reparo en reconocer que no hay progreso para “millones de latinoamericanos que sufren la injusticia de la extrema pobreza”, ni “para los niños en las barriadas y favelas”, olvidando la responsabilidad de su país en tal situación junto a las oligarquías locales. Dentro de ese contexto crítico, un lector ilustrado esperaría de Obama un elogio de los logros de Cuba en ese terreno. Pero lo que se encuentra en el texto presidencial es la alabanza de la desprestigiada OEA y un esperpento final, su deseo “de aumentar la independencia del pueblo cubano”, cuando si algo le sobra a Cuba es la defensa de su heroica independencia.
Veamos ahora algunas perlas de su discurso al pueblo americano sobre la situación en Libia, pronunciado el día 28 de marzo en un centro superior militar. En nombre de la democracia, justificó la participación de los EEUU en el ataque a Libia. Subyace aquí la misma mentira que empleara su antecesor en el cargo para invadir Iraq. Por otra parte, parece que la historia no es el punto fuerte de su alicaída retórica, a juzgar por estas palabras: “Durante generaciones, EEUU ha jugado un papel único como garantía de la seguridad global y defensor de la libertad humana”. No sé si ese papel de paladín de la libertad en el mundo se referirá al apoyo de su país a la dictadura de Franco y de Salazar en Europa, a las dictaduras americanas del Cono Sur, a las dictaduras asiáticas de Ferdinand Marcos en Filipinas y del general Suharto en Indonesia o a los dictadores árabes, algunos de los cuales acaban de caer ante la presión popular…
La única diferencia ostensible entre George Bush y Obama respecto a la guerra reside en las lecciones que éste ha extraído de la desastrosa experiencia de Iraq. “El cambio de régimen allí nos costó ocho años, miles de vidas americanas e iraquíes y casi 3.000 millones de dólares. Eso es algo que no podemos permitirnos repetir en Libia”. Obsérvese cómo Obama cuenta muy bien los gastos de la guerra y el número de víctimas de su país y cómo oculta el trágico balance de más de un millón de víctimas iraquíes, en su mayor parte civiles.
El norte de la política exterior de los EEUU sigue siendo idéntico en lo fundamental aunque haya matices secundarios, y no es otro que el logro de los intereses estratégicos y económicos. En la eventualidad de una intervención, debe primar siempre el interés norteamericano (we must always measure our interest), afirmó con claridad Obama. El sermón laico de la fraternidad y la retórica civil de la defensa de las libertades han desaparecido. “Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses”, sentenció hace años John Foster Dulles, secretario de estado durante el mandato del presidente Eisenhower. A este miserable lema moral parece ajustarse ahora la política de Obama. No es extraño que su brillante retórica se haya eclipsado, quizá entre los aplausos de los halcones de la guerra que le rodean.
Algunos actores secundarios
Bailando al son que marcan los directores de orquesta, es decir, el napoleoncito francés (castigado en las últimas elecciones), el primer ministro británico y, sobre todo, el hasta ahora silencioso presidente Obama, se mueven una serie de actores secundarios que, de mejor o peor gana, salen a escena.
Comencemos por los más ambiciosos del reparto. En primer lugar, el multimillonario emir de Qatar que junto al rey Abdallah de Arabia Saudí impulsó en el mundo árabe la agresión a Libia, primero en el Consejo de Cooperación del Golfo (que agrupa a las petromonarquías de la zona) y más tarde en la Liga Árabe, apoyo fundamental para la puesta en marcha de la resolución del consejo de seguridad de la ONU. Es el primero que quiere hacer caja: será el encargado de vender el petróleo libio controlado por los rebeldes. Compartió con Cameron la rueda de prensa que puso fin a la Conferencia sobre Libia celebrada en Londres.
Otro es el secretario general de la Liga Árabe, el egipcio Amr Musa. Da un paso adelante y otro atrás. Primero, se plegó al dictado de las petromonarquías y ahora dice que “lo que queremos es la protección de los civiles y no el bombardeo de más civiles”. Aspira a la presidencia de Egipto y está a verlas venir, olfateando por dónde sopla el viento.
Un tercer actor, con creciente influencia en Oriente Medio, es el primer ministro turco, Erdogan. Chocó con Sarkozy, se ha negado a participar en el ataque a Libia y es partidario de medidas políticas y de un diálogo nacional en aquel país. “Existe una guerra civil en Libia y tenemos que lograr su fin”, ha declarado.
A pesar de su gran peso demográfico, la Unión Africana (UA) que agrupa a todos los países del continente, no pinta nada en el conflicto. Se opuso desde el principio a la agresión contra Libia y ha intentado sin éxito mediar en el conflicto.
Hablemos, por último, de España. La ministra de la guerra, Carmen Chacón, parece poco locuaz en los últimos días, quizá porque la cosa, o sea, la agresión va para largo. Sí ha dejado clara su postura: estaba “contenta” con la coalición internacional y ahora está “muy contenta” con la dirección militar de la OTAN. La ministra de Asuntos Exteriores, a su vez, sigue la senda del napoleoncito galo (el que presume de su «guerra relámpago» diplomática, su personal Blitzkrieg) al afirmar en Londres que España ha reconocido “de facto” a los rebeldes como legítimo representante de Libia. Y acaba de salir a escena el único que faltaba, José María Aznar, protagonista en la siniestra Cumbre de las Azores y ahora presidente de FAES (Fundación derechista a la que subvenciona generosamente el gobierno de Zapatero). Sacando pecho, como en él es costumbre, ha defendido el ataque preventivo contra Libia, lo mismo que antes contra Iraq. A diferencia de Obama, éste no ha aprendido ninguna lección del pasado. Lo que se llama un tipo consecuente, heredero del espíritu de cruzada que algunos añoran. Lástima que el Tribunal Penal Internacional no funcione como debiera.
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