Luis Martin Cabrera
Eran casi las cuatro de la tarde cuando en mitad de un email, entre
palabra y palabra, se fue la luz en el edificio de la universidad en la
que trabajo. Al principió pensé que se trataba de un problema de la
computadora o de ese edificio, pero mientras bajo las escaleras a
oscuras alguien me indica que se trata de un apagón en todo el condado
de San Diego, poco a poco nos informan de que no sólo es el condado de
San Diego, sino también partes de Arizona, Orange County e incluso Nuevo
México, en total casi dos millones de personas sin luz. Esta es la
segunda vez que me encuentro en mitad de un apagón de esta magnitud. El
primero fue en Detroit en el año 2004 y recorrió también varios condados
del llamado Medio Oeste (Michigan, Indiana, Ohio).
Cada vez que
ocurre, y por desgracia la privatización y especulación con el tendido
eléctrico no nos permiten descartar que vuelva a ocurrir otra vez,
recibimos una lección de humildad, pues se hace visible la
vulnerabilidad de un modo de vida en el que la falta de acceso a una de
nuestras fuentes de energía hace que todo el sistema colapse como un
castillo de naipes. Como la vez anterior, dejan de funcionar los
semáforos, las gasolineras no pueden dispensar combustible porque
funcionan con sensores electrónicos, los bares y las cafeterías tienen
que cerrar porque nadie puede utilizar sus tarjetas de crédito y ya
nadie lleva dinero, las televisiones dejan de emitir, la red de
telefonía móvil se sobrecarga y uno recibe mensajes de texto de amigos y
familiares una semana después. De repente, pánico de pánicos, ha
llegado el fin del mundo, pero no el que anuncian las radios evangélicas
cada seis meses: estamos desconectados, enfrentados a nosotros mismos
sin la mediación de pantallas, teléfonos móviles, redes sociales, bandas
magnéticas y otras prótesis tecnológicas; hemos sido, en otras
palabras, arrancados del autismo narcisista de nuestra cotidianeidad,
rota nuestra inercia laboral, no sabemos quiénes somos.
Nada
más salir a la calle me doy cuenta de que estamos en el escenario de una
mala película de Hollywood sobre el Apocalipsis. La gente ha salido de
todos los edificios de la Universidad y de las empresas de alrededor,
parecen zombies perdidos después de un accidente nuclear: unos se rascan
la cabeza, otros se llevan la mano al bolsillo en busca de no sé sabe
qué, otros tienen la mirada perdida en el cielo como si esperaran algún
maná o alguna señal, una chica mira incrédulamente a un iphone que se
niega a funcionar, alguien pone una cámara en mitad del campus, dios nos
libre de que la realidad se escape de las imágenes. Decido que ha
llegado la hora de volver a casa y trató de regresar en el sistema
público de autobuses de la universidad, pero ¡oh sorpresa! Alguien pasa
en uno de esos cochecitos eléctricos – el Sierra Club nos acaba de dar
un premio por ser el campus más ecológico—para anunciar que el sistema
de autobuses no va a funcionar esa tarde. Este es el problema, este país
ha abdicado ya casi completamente de lo público y lo común, no está
preparado para una eventualidad de este tipo, lo único público que
funciona son los generadores de los hospitales y las historias
inverosímiles. Desde el principio se impone una versión según la cual un
trabajador de la empresa SDGE, en la mítica Yuma, Arizona –donde
paraban las caravanas de cowboys-- ha cometido un error haciendo trabajo
de mantenimiento en una central y ha fundido en cadena toda la red
eléctrica. Es absurdo, pero es un reduccionismo manejable y, por lo
tanto, ideológicamente productivo: todo el mundo ha cambiado un fusible
en casa y ha visto como se iba la luz.
Tan perdido como Alfredo
Landa en una película de marcianos, comienzo a cruzar el campus de un
lado a otro, zombie entre los zombies, hasta que consigo, milagro, pasar
una llamada a mí compañera, que lleva una hora en un atasco y ha
avanzado 500 metros, para que me venga a buscar. Salgo del campus y en
las grandes intersecciones que conectan con las autopistas (esto tal vez
sea difícil de imaginar, pero en San Diego no se puede ira ninguna
parte sin coche) no hay ningún guardia dirigiendo el tráfico, es la ley
de la jungla, en la gasolinera de la esquina hay una masa desordenada de
conductores dispuestos a pasar la noche como vampiros sedientos de
gasolina. Comienzo a andar por un puente que cruza la autopista por
encima, espacios en los que sólo he visto caminar a niños
latinoamericanos limpiando los parabrisas de los autos o vendiendo
chicles, hasta que me cruzo con mi compañera y subo por fin al coche
dispuesto a vivir en primera persona Mad Max, pero desgraciadamente no
vemos a Tina Turner por ninguna parte.
Una de las dos
estaciones de radio que funcionan en todo el condado, después de 20
minutos de rock clásico para desorientar, explica que los policías no
están en las intersecciones dirigiendo el tráfico porque están haciendo
algo mucho más importante: defender la propiedad privada. Un oyente
explica que un grupo de policías está a la puerta de un Wall-Mart para
evitar saqueos. Son unos patriotas, pero de la patria de los ricos. El
locutor de radio se congratula de que los semáforos no funcionen, muy a
la Tea Party, porque basta ya de tanta intromisión del gobierno
en nuestras sacrosantas libertades individuales, frente al otro y la
solidaridad, siempre el caos y yo. Me pongo a gritar como un desaforado
por la ventana “fuck you, fuck you!” hasta que mi compañera me explica
pacientemente que la gente no sabe que le estoy gritando al locutor de
radio y ya ha visto dos peleas unos metros más atrás, nunca se sabe en
que guantera hay un arma automática y los ánimos andan caldeados.
Por fin llegamos a casa, después de ver coches abandonados, gente
caminando por las autopistas y, por supuesto, colas frente a los pocos
supermercados abiertos --ante la duda consuma que siempre tranquiliza.
Entre velas y linternas, nos disponemos a cenar, de uno de los
apartamentos de al lado sale el sonido de un acordeón, los vecinos
cantan, por un momento es como si estuviéramos en un conventillo de
Buenos Aires a principios del siglo pasado y hubiéramos recuperado
nuestra humanidad.
Cuando vuelve la luz una pregunta de la
radio se me queda clavada. Una y otra vez los locutores aseguran a la
gente que no se trata de un ataque terrorista. Es claramente un síntoma.
Cuando se va la luz en Tegucigalpa, en Dakar, en El Cairo o en Estambul
no piensan que se trata de un ataque terrorista, pensaran seguramente
en otras cosas. En algún lugar del subconsciente anestesiado de una
buena parte de los norteamericanos –¡ tan conectados a las máquinas y
tan desconectados de la realidad ¡-- saben que en su nombre se están
librando varias guerras de agresión imperial y que las víctimas de esas
guerras podrían tener razones para atacarles.
Pero para evitar
esta desagradable invasión de lo real, para que el subconsciente no haga
demandas desorbitadas, están las horas y horas de televisión en las que
los supervivientes de los atentados dan su testimonio, al lado de
George W. Bush o Dick Cheney, cómo si estos también fueran víctimas de
los atentados y no agresores. Y por supuesto, las imágenes una y otra
vez repetidas de las torres colapsando, la obscenidad manipuladora de
gentes desesperadas que se lanzan al vacío para no morir calcinados.
Tiene razón Ernesto Semán, el corresponsal de Página 12, cuando afirma
que, paradójicamente, sobre el 11 de septiembre hay un exceso de memoria
y, a la vez, no hay suficiente memoria, “ los atentados del 2001 están
tan presentes que no son pasado” escribe Semán [1]. La memoria en sí
misma no es un valor, importa siempre preguntar qué se recuerda y, sobre
todo, cómo se recuerda. Ya he escrito en otra parte que el gobierno
norteamericano trata de inducir en sus ciudadanos un peligroso complejo
melancólico agresivo que agita sobre sus cabezas los fantasmas de las
víctimas del 11 de septiembre para confundir deliberadamente la justicia
con la venganza [2]. La memoria hegemónica del 11 de septiembre actúa,
de este modo, en dos direcciones que conspiran justamente para no
dejarnos pensar críticamente el pasado: la primera espectaculariza y
globaliza un evento nacional y local, la segunda borra otras memorias e
invisibiliza otras violencias, otros muertos.
No deja de
sorprender que los mismos que abogan porque nos reconciliemos, olvidemos
y perdonemos los horrores del pasado en Guatemala, Argentina, Chile o
El Salvador, son los que nos tildarían de terroristas si dijéramos que
hay que pensar de otra manera lo que sucedió o que hay que olvidarlo
para poder recordar. Cuando no se trata del monopolio de la violencia
del Estado hay un imperativo categórico de recordar: ¿Dónde estabas tú
la mañana del 11 de septiembre? Pero ¿por qué nadie dice dónde estabas
tú cuando Pinochet decidió bombardear el Palacio de la Moneda? ¿Dónde
estabas tú cuando mataron al Che en Bolivia? ¿Dónde estabas tú durante
la invasión de Bahía Cochinos? ¿Dónde estabas tú durante la matanza de
indígenas en Panzós, Guatemala? O más recientemente: ¿Dónde estabas tú
cuando sacaron al presidente hondureño Zelaya de la cama, con
premeditación y alevosía, para mandarlo al exilio?
Esta es la
paradoja: somos todos, todo el planeta, convocados a recordar lo que
sucedió el 11 de septiembre en Nueva York, pero la forma y el contenido
sirven, paradójicamente, para cubrir con un manto de olvido los otros
muertos, los otros 11 de septiembre. El 11 de septiembre, por una
cuestión elemental de justicia, deberíamos recordar el Palacio de la
Moneda, el suicidio de Allende acosado por los tanques y los aviones de
su propio ejército y también la rebelión de los presos de Attica, en el
Norte de Nueva York. Después de una huelga de los prisioneros por las
condiciones de hacinamiento, el Gobernador de Nueva York ordenó la
represión: la policía disparó 2,000 rondas de munición y mató a 39
presos y guardias. Después, la policía golpeó y torturó a más
prisioneros y negó atención médica a los heridos por varias horas. El
Estado de Nueva York se ha visto obligado recientemente a pagar 12
millones en reparaciones. “Attica somos todos” gritó Cornell West al
final de su intervención y es que dentro y fuera de las fronteras de
Estados Unidos hay otras memorias, otras violencias, otros muertos y
también otros futuros menos ominosos
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