Llegué a Times Square alrededor de las 9:30 en la mañana del 11 de
septiembre de 2011. Una muchedumbre miraba transfigurada las enormes
pantallas de televisión. En ellas se podían ver columnas de humo
elevándose por encima de las torres. Caminé rápidamente en dirección a
la sala de redacción del New York Times en el número 229 de la
calle 43, recogí unos cuadernos de notas, mi tarjeta de prensa del NYPD,
la que me permitiría entrar enlas zonas valladas por la policía, y me
dirigí hacia el World Trade Center tomando el West Side Highway. Esta
carretera estaba cerrada para el tráfico vehicular. Caminé pasando
grupos de empleados de emergencia, policías y bomberos. En las calles
estaban estacionados camiones de bomberos, vehículos de emergencia,
ambulancias, autos de la policía y camiones de rescate.
La
torre sur se derrumbó cerca de las 10:00 con un rugido gutural. Enormes
nubes grises y giratorias de nocivo humo, polvo, gas, cemento
pulverizado y yeso combinados con partículas de restos humanos envolvía
el bajo Manhattan. La luz del sol estaba oscurecida. La torre norte
colapsó 30 minutos más tarde. El polvo cubría Manhattan como un velo.
Me
dirigí hacia el sitio donde habían estado las torres, pasando grupos de
policías y bomberos estupefactos, cubiertos de ceniza, silenciosos.
Saqué mi libreta de notas, les hice algunas preguntas pero nadie lograba
articular ni una palabra. Movían la cabeza con tristeza y me hacían una
seña para que me alejara. En el momento en el que arribé a la Zona Cero
el sitio tenía la desolación de un paisaje lunar; pisos completos
habían colapsado como un acordeón. Recogí trozos de papel de un piso, y
unos cuantos papeles de 30 pisos más arriba. Pequeñas partes de cuerpos
-el pie de una mujer dentro de su zapato, un fragmento de una pierna,
una parte de un torso- estaban esparcidos entre los escombros.
Una
gran cantidad de gente, quizás más de 200, empujando a través del humo
saltaron hacia su muerte desde las ventanas que estaban rotas o que
ellos habían roto. En algunos casos saltaron solos; en otros, en pares.
Parecía que habían tomado turno, un cuerpo cayendo en cascada detrás del
otro. El último acto de voluntad individual. La caída duraba unos 10
segundos, muchos agitaban el cuerpo o replicaban el movimiento de nadar,
alcanzando 150 millas por hora. Sus ropas y en algunos pocos casos,
unos paracaídas improvisados hechos con cortinas o manteles quedaron
hechos jirones. Se estrellaban en el pavimento con un sonido enervante,
dando golpes tremendos. Pum. Pum. Pum. Aquellos que lo presenciaron
quedaron especialmente traumatizados por los sonidos que hacían los
cuerpos al impactar en el suelo.
Las imágenes de los que
saltaron resultaron demasiado fuertes para los canales de televisión.
Incluso antes de la caída de las torres, los hombres y las mujeres
cayendo de las torres fueron censurados de la transmisión en vivo.
Algunas fotos aisladas aparecieron en los periódicos del día siguiente,
incluyendo el NYT, que luego fueron prohibidas. El suicidio serial, uno
de los elementos más cruciales e importantes de la narrativa del 11 de
septiembre fue eliminado de la historia. Y continúa extirpado de la
conciencia pública.
Las imágenes de la gente lanzándose desde
los edificios no tenía cabida en el mito que la nación exigía. El
destino de los que "saltaron" decía algo profundo, tan perturbador sobre
nuestro propio destino, nuestra pequeñez y fragilidad en el universo,
que tuvo que ser prohibido. Los que "saltaron" son un ejemplo de que hay
umbrales de sufrimiento que generan una voluntad para morir. Los que
"saltaron" nos recuerdan que para todos nosotros llegará un momento
final cuando la única elección será, en el mejor de los casos, escoger
cómo morir, no cómo vivir. Y que podemos morir antes de la última
exhalación.
Sin embargo, el shock del 11/9 exigía imágenes y
relatos de resistencia, redención, heroísmo, valentía, auto-sacrificio y
generosidad; no de suicidio colectivo frente a la falta de esperanzas y
desesperación.
Los reporteros en momentos de crisis se
transforman en médicos clínicos. Recogen datos, hechos, descripciones,
información básica y hacen entrevistas con tanto tacto como sea posible.
Hacemos que los hechos encajen dentro de una narrativa conocida. No
creamos hechos pero sí los manipulamos. Hacemos que esos hechos se
acomoden a nuestra percepción de nosotros como estadounidenses y como
seres humanos. Trabajamos dentro de los límites de nuestro mito
nacional. Hacemos del periodismo y de la historia un refugio contra la
memoria. Al fingir que el asesinato y el suicidio en serie pueden ser
transformados en un tributo a la victoria del espíritu humano fue la
mentira que le dijimos al público desde ese día y continuamos
diciéndola. Solamente se puede dar sentido al presente mirando con la
lente del pasado, como lo señaló el filósofo francés Maurice Halbwachs,
reconociendo que "nuestras concepciones del pasado están influenciadas
por las imágenes mentales que empleamos para resolver los problemas del
presente, entonces, la memoria colectiva es esencialmente una
reconstrucción del pasado con la luz del presente... La memoria necesita
ser continuamente alimentada por las fuentes colectivas y sostenida por
las estructuras sociales y morales".
Regresé esa noche a la
mesa de redacción tosiendo a causa de las emanaciones producidas por
asbestos, combustible de avión, mercurio, celulosa y materiales de
construcción quemados. Me senté al frente de mi computadora, con la
delgada máscara de papel colgando del cuello, y traté de escribir y de
respirar normalmente. En la sala se podía distinguir claramente a todos
los que habíamos estado en el sitio por la dificultad que teníamos para
respirar. La mayoría estábamos convulsionados por el shock y el dolor.
Pronto, sin embargo, se manifestó otra reacción. Aquellos que
estuvimos cerca del epicentro de los ataques, más que nada sentíamos
dolor. Aquellos que habían mantenido cierta distancia, manifestaban con
indulgencia un sentido nacionalista creciente y los llamados a la
venganza sangrienta muy pronto se impondrían sobre la razón y la sanidad
mental. El nacionalismo era una enfermedad que yo conocía íntimamente
como corresponsal de guerra. Es contrario al pensamiento. Es básicamente
una auto-exaltación. La otra cara del nacionalismo es siempre el
racismo, la deshumanización del enemigo y de todos aquellos que
cuestionen la causa. La plaga del nacionalismo surgió casi de inmediato.
Mi hijo, que tenía 11 años, me preguntó cuál era la diferencia entre
coches que llevaban pequeñas banderas de EE.UU. y coches que llevaban
grandes banderas de EE.UU.
"La gente con las banderas verdaderamente grandes son los verdaderos idiotas", le contesté.
La
muerte en el World Trade Center, el Pentágono y un campo de
Pennsylvania fueron usadas para santificar las ansias de guerra del
estado. Cuestionar el por qué de la guerra, se convertió en un acto de
deshonor de los mártires. Aquellos de nosotros que sabíamos que los
ataques tenían su raíz en la larga noche de humillaciones y sufrimientos
infligidos por Israel sobre los palestinos, por la imposición de bases
militares de EE.UU. en el Medio Oriente y por las dictaduras brutales en
los países árabes instauradas y sostenidas por EE.UU. éramos
considerados apóstatas. Nos volvimos defensores de lo indefendible. Como
me gritó en Berkeley Christopher Hitchens, éramos apologistas "de los
terroristas suicidas".
Debido a que pocas personas iban a
examinar las actividades de su país en el mundo musulmán, los ataques
fueron declarados como incomprensibles por el estado y su perro faldero,
la prensa. Aquellos que implementaron los ataques fueron rotulados como
provenientes de una cultura y religión que en el mejor de los casos era
primitiva y probablemente malévola. El Corán -aunque prohíbe el
suicidio al igual que la muerte de mujeres y niños- fue representado
como un manual de fanatismo y terror. Los atacantes simbolizaban el
choque titánico de civilizaciones, la batalla cósmica que se estaba
dando entre el bien y el mal, entre las fuerzas de la luz y de las
sombras. Las imágenes de los aviones estrellándose en las torres y de
los heroicos socorristas fueron mostradas una y otra vez. Fuimos
inundados con historias penosas de los sobrevivientes y de las víctimas.
Muerte y torres colapsando devinieron imágenes iconográficas. Los
agentes de la guerra y el odio se apoderaron diestramente de las
ceremonias de conmemoración. Estas se volvieron medios de justificación
para hacerle a otros lo que nos habían hecho a nosotros. Y mientras
gente inocente había muerto aquí, pronto otros inocentes comenzaron a
morir en el mundo musulmán. Una vida por otra vida. Asesinato por
asesinato. Muerte por muerte. Terror por terror.
En las semanas
posteriores a los ataques se puso de manifiesto la vieja y conocida
batalla entre la fuerza y la imaginación humana, entre los crudos
instrumentos de la violencia y la capacidad por empatía y comprensión.
Perdió la imaginación. Ganó la razón de la sangre fría, que no habla el
lenguaje de la imaginación. Empezamos a hablar y a pensar con los
clichés vacíos del nacionalismo, sobre el terror que el estado nos
proporcionó. Nos volvimos lo que odiábamos. Las muertes fueron usadas
para justificar las guerras "preventivas", la invasión de Irak, la
ocupación prolongada, los asesinatos individualizados, la tortura, las
colonias penales en ultramar, la matanza de familias en controles
policiales, bombardeos aéreos de poblaciones, ataques con drones y
misiles, y el asesinato de docenas, luego centenas, y luego miles, y
luego decenas de miles, y finalmente de cientos de miles de gente
inocente. Creamos pilas de cuerpos en Afganistán, Irak y Pakistán, y
extendimos el alcance de nuestra máquina de asesinar a Yemen y Somalia. Y
al beatificar a nuestros muertos, al cementar el miedo y el imperativo
de guerra permanente en la psiquis nacional y al atizar la humillación
colectiva, hizo posible que el estado cometiera crímenes, atrocidades y
matanzas que en comparación empequeñecieron los ataques del 11/9.
"Es
la primera muerte la que infecta a todos con el sentimiento de sentirse
amenazados", escribió Elias Canetti. "Es imposible sobrevalorar el
papel que desempeña el primer muerto en la chispa inicial del fuego de
la guerra. Los gobernantes que quieren desatar una guerra saben muy bien
que se deben procurar o inventar una primera víctima. No necesita ser
una persona de importancia particular, y hasta puede ser alguien
completamente desconocido. Nada cuenta excepto su muerte; y la gente
debe creer que el enemigo fue responsable de la muerte. Cualquier causa
posible de la muerte de la persona debe ser ocultada salvo una: su
pertenencia al grupo, al cual uno también pertenece."
Fuimos
incapaces de aceptar la realidad de esta matanza anónima. Fuimos
incapaces porque esta revelaba la horrible verdad de que vivimos en un
universo moralmente neutral en el que la vida humana, incluyendo nuestra
vida, puede ser apagada por una violencia indiscriminada y sin sentido.
Esta demostró que no hay protección ni de Dios, ni del destino, ni la
suerte, ni los presagios o del estado.
Todavía no hemos
despertado y reconocido lo que somos en la actualidad, la erosión fatal
de las leyes nacionales e internacionales y el desperdicio sin sentido
de vidas, recursos y billones de dólares en guerras que nunca podremos
ganar. No vemos que nuestros rostros se han vuelto tan distorsionados
como los rostros de los que secuestraron los aviones hace una década. No
nos damos cuenta de que ha triunfado la visión torcida de Osama bin
Laden de un mundo de violencia indiscriminada y terror. Los ataques nos
convirtieron en monstruos, en demonios grotescos, sadistas y asesinos
que arrojan bombas sobre los niños de los pueblos y torturan a los
cautivos, quitándoles sus derechos y manteniéndolos presos durante años
sin respeto por las leyes. Actuamos antes de poder pensar. Y estamos
atrapados en el fervor satánico de la violencia.
Como escribió Wordsworth:
La acción es transitoria -un paso, un golpe,
El movimiento de un músculo -de esta u otra manera-
Está hecho; y después en el vacío creado
Nos sorprendemos de lo que somos como traicionados:
El sufrimiento es permanente, lóbrego y oscuro,
Y tiene el carácter de lo infinito.
Podríamos haber tomado otro camino. Podríamos haber construido otro
desenlace basándonos en la profunda simpatía y empatía que recorrió el
mundo después de los ataques. El rechazo a los crímenes fue casi
universal hace 10 años, incluyendo el rechazo en el mundo musulmán,
adonde yo estuve trabajando en las semanas y meses posteriores al 11/9.
Si los ataques hubieran permanecido en el ámbito de las agencias de
inteligencia y la diplomacia, se podría haber abierto la posibilidad, no
de la guerra y de la muerte, sino de una reconciliación y comunicación
que ayudaran a corregir los males que cometimos en el Medio Oriente y
los que cometió Israel con nuestro beneplácito. Fue un momento que
desperdiciamos. Nuestra brutalidad y triunfalismo, producidos por
nuestro nacionalismo y arrogancia infantil, revitalizaron el movimiento
yihadista. Nos volvimos el instrumento más efectivo para reclutar
militantes del movimiento islámico radical. Descendimos en la barbarie.
Nos hicimos terroristas nosotros también. El triste legado del 11/9 es
que, en ambos lados, ganaron los pendejos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario