7/31/2017

El Ultimo Tren

V.      Cervantes 

El capitán de caballería José Guadalupe Cervantes era un hombre alto, bien formado, con el bigotazo a la káiser de rigor.  Su uniforme era elegante y las botas federicas eran lustrosas igual que las espuelas de plata.  El pelo, que ya pintaba unas cuantas canas pues tenía 36 años, estaba cuidadosamente peinado y fijado con brillantina.  Sus manos, enguantadas en piel de ante, eran pequeñas, casi femeninas. 

Cervantes se sirvió un trago de mezcal.  Aborrecía esta bebida pero hacía meses que no había visto una botella de whisky.  Afuera del miserable inmueble que era la comandancia de la plaza de Coscomatepec se oían gritos y mentadas de los jefes pastoreando a la gente de leva que acababan de levantar.  Cervantes maldijo quedamente con disgusto ante esos gritos y se tomó el trago de un solo sorbo. 

El capitán era hijo de una familia acomodada de Guadalajara.  Su padre era médico y muy respetado en la comunidad.  Cervantes era el menor de tres hermanos.  De los dos más grandes, uno había estudiado medicina y empezaba exitosamente su carrera trabajando bajo la tutela de su padre. El otro había asumido el sacerdocio y era ya secretario particular del arzobispo.  Se auguraba muchos éxitos para los dos hermanos. 

Cervantes, por su parte, era melancólico y solitario y de frágil salud.  No había destacado académicamente.  Francamente, su padre se sentía desilusionado con él.  Desafortunadamente, el padre no oculto sus sentimientos.

Ahora bien, por lo general no falta un anciano judío de piochita que se pone a hacer toda clase de conjeturas sin sentido acerca de la psicología de personas como Cervantes, el cual, digámoslo abiertamente, era homosexual.  Yo más bien creo que si Cervantes resulto como era pos era porque “ansina lo hizo Dios” y no soy nadie –y dudo que usted lo sea, estimado lector-- para juzgarlo. 

El caso es que fue una sorpresa para su familia cuando Cervantes anuncio su intención de entrar al H. Colegio Militar y ahí comenzar una carrera en la milicia.  Su familia, si, sintió cierto orgullo por ello aunque no entendían por qué Cervantes se inclinaría por una profesión tan azarosa, siendo tan delicadito.  La realidad era que, para Cervantes, la compañía de los hombres le era atractiva.   

Entiéndase que la homosexualidad entre la elite militar mexicana, un secreto a voces, no era exclusiva de nuestro país.  Por ejemplo, en Potsdam, el estado mayor del ejército alemán estaba lleno de “locas”.  E igual pululaban en la marina la Kaiserliche Marine, al grado que el mismo kaiser se quejo con el almirante von Tirpitz que su estado mayor estaba“demasiado bonito”.  ¿Y qué decir del ejército inglés?  Ahí ni disimulaban los cabrones y no faltaban oficiales que rehusaban una prestigiosa comisión en el Coldstream Guards y preferían incorporarse a un batallón escoces donde el uso del kilt o falda era de rigor.  El caso es que tal inclinación nunca ha sido obstáculo para ser un buen militar y de esto abundan los ejemplos.   

Y si, Cervantes resulto ser buen militar.  A pesar de la brutal disciplina que prevalecía en el H. Colegio Militar Cervantes sobresalió.  Resulto ser un jinete excelente y diestro en el uso del arma blanca.  No, no era erudito, pero para entrarle a la caballería es requisito ser medio bruto, según he atestiguado.  ¡Imagínese montar una yegua a todo galope y saltar entre los acantilados y cañadas y nopaleras que el ejército mexicano usaba para entrenar a sus jinetes!  Más de un cadete se había matado “entrenándose”.   

Sus calificaciones en el H. Colegio Militar siempre fueron de “excelente”. Y así un buen día Cervantes se encontró entre la guardia personal del dictador, Porfirio Díaz, vistiendo los suntuosos uniformes que estos portaban y montando los trakener pura sangre que el dictador había mandado traer desde Europa.  (Estos caballotes no estaban hechos a los calorones y “abruptas serranías” del bolsón de Mapimi y valían para pura y celestial chingada pero se veían rete bonitos en los desfiles.) 

El mismo dictador lo aplaudió y lo señalo en uno de los festivales militares que se organizaban el campo Marte a los que asistía don Porfirio y su sequito.  Cervantes, a todo galope, salto hábil y espectacularmente su yegua sobre unos obstáculos formidables.  Fue entonces que don Porfirio lo señalo y dijo:  

--¡Ese oficial es lo que los gabachos llamaban un beau sabre! 

Todos los lambiscones presentes tomaron nota del elogio e inevitablemente Cervantes también atrajo la atención de Ignacio de la Torre y Mier.  Este era un hacendado de Morelos y yerno de don Porfirio.  Este fue encargado por don Porfirio para dar las preseas del caso.  Al recibir Cervantes su medalla del hacendado tal vez sus miradas se sostuvieron una fracción de segundo en demasía.  Pero fue suficiente para reconocerse.  La homosexualidad de de la Torre y Mier era un secreto a voces en Chapultepec. 

Si, el dictador sabia de las tendencias de de la Torre y Mier.  Pero mientras practicara el llamado “vicio griego” con discreción no había ningún problema.  Su hija lo amaba pues, en justicia, si era buen marido y para don Porfirio era razón de realpolitik tener en su familia a un fulano tan influyente en el sur, “aun si era joto” como decía el viejo.   

Así fue como Cervantes y de la Torre y Mier se conocieron y se relacionaron.  Llegaron a ser íntimos (por supuesto).  Esto resulto en el ascenso a capitán de Cervantes.  Su carrera militar estaba boyante.  No tardaría mucho, le aseguraba de la Torre y Mier a Cervantes, para que una aguilita de general se le posara en el kepi.  Sus méritos eran tales (no los detallare), opinaba el hacendado, que esto era inevitable.
 
Todo se vino abajo en medio de un escándalo que se grabó en la historia mexicana.  Hubo una tertulia convocada por de la Torre y Mier.  Ya se imaginaran.  La policía capitalina se enteró e hizo una redada (al responsable luego lo pusieron como perro bailarín y no lo bajaban de pendejo).  Arrestaron a todos los asistentes, 41 en total, incluyendo al hacendado morelense y a Cervantes (este último estaba vestido como la Catrina de Diego Rivera).  

Por supuesto, de la Torre y Mier no estuvo más que unos cuantos minutos en la barandilla.  De inmediato vino la orden “de arriba” de sacarlo. Cervantes no fue tan afortunado.  Paso esa noche en la chirona.   

El régimen maiceo a los medios para callar lo que había sucedido.  Pero la noticia cundió de todas maneras.  La plebe empezó a preguntar con malicia que ¿quién había sido el “41” que había salido libre de inmediato? 

Por lo que toca a Cervantes, salió al día siguiente bajo una fianza que el ejército pago discretamente.  Afortunadamente, no había trascendido que un oficial del estado mayor presidencial había sido uno de los arrestados en la razzia.  Y es que con dinero baila el perro.  Sin embargo, la cúpula militar tenía que actuar.  Iban a hacer un ejemplo de Cervantes para que el resto “se anduvieran derechitos”. 

Tres generalotes se reunieron para decidir sobre Cervantes.  El de mayor jerarquía era un viejo formidable con el pelo cortado a cepillo y una cicatriz horrenda que le desfiguraba la cara (el sablazo se lo había asestado un zuavo durante la defensa del Loreto).  Pero había un problema con los otros dos.  Uno de ellos había, si, asistido a la tertulia fatídica pero fortuitamente había tenido que irse temprano, antes de que la chota irrumpiera en el lugar.  El otro había estado enfermo y por tal razón no había podido asistir.  Esto lo sabía el viejo de la cicatriz y este los miraba encabronado con los ojos entrecerrados. 

--Entiendan, carajos –dijo el viejo--, que no condeno a Cervantes por puto sino por pendejo.  ¡Mira que hacerse arrestar vestido como vieja!  Creo que lo mejor sería darle cinco minutos a solas con una 45, tal y como se hace en esos casos en el ejército prusiano. 

Los otros dos generalotes cruzaron miradas y pensaron al unísono: ¡uff! ¡De la que nos salvamos! 

--Me temo, señor general, que en Alemania no lo obligarían a suicidarse por puto –se atrevió a decir uno de la pareja, recordando una noche de pasión que había tenido con un joven oficial de la guardia del Kaiser durante una misión militar que don Porfirio había mandado a Berlín. 

--¿Ah no?  ¡Pos que se suicide por pendejo!  --grito el viejo--.  Le ha costado una feria a la presidencia tapar el escandalo con de la Torre y Mier.  ¡La puta plebe ya ha hecho toda clase de chistes obscenos sobre el tema! 

--Pues no veo porque perjudicar a Cervantes si de la Torre y Mier ya la libro.  La plebe siempre andará de hocicona –contesto el otro generalote. 

--¡Me lleva la chingada! –rugió el viejo que intuía que los otros dos estaban tratando de proteger a Cervantes por cojear de la misma pata--.  ¡No compare a Cervantes con el yerno del presidente! 

--No creo que sería practico que se suicide o que lo “suicidemos”, mi general.  Tampoco sugiero que lo reduzcamos de rango.  Todo eso atizaría el escándalo. 

--¡Pos algo tenemos que hacer con ese cabrón! –insistió el viejo. 

--¿Qué tal si lo asignamos a un batallón de línea y lo mandamos al norte, sin reducirle el rango?  ¿Quesque para que adquiera experiencia? 

Y así fue como Cervantes fue mandado al norte, a Sonora, a combatir las sublevaciones de los yaquis.  Esas campañas fueron verdaderos genocidios y mancharon para siempre el honor del ejército mexicano.  Y Cervantes participo en más de una matanza de mujeres y niños indígenas.  Los últimos ápices de su decencia fenecieron entre las llamas donde se habían amontonado los cadáveres de los yaquis ajusticiados sin misericordia por los militares. 

Y es que en defensa propia Cervantes se tuvo que volver cruel.  Los rumores lo acompañaban.  ¿Por qué un oficial de las guardias presidenciales, se preguntaban irremediablemente sus compañeros, andaba en chinga en la sierra matando indios?  Y peor, la tropa era como los perros.  Olían luego luego si había algo sospechoso en los antecedentes de un oficial.  La única manera en que Cervantes podía sobrevivir entonces era volverse todo un hijo de la gran puta.  Así le tenían miedo y nadie, ni sus compañeros o la tropa, se atrevía a murmurar.   

Pero lo que más le dolía a Cervantes era encontrarse en pueblos perdidos en la sierra donde casi no había civilización.  Él, que había sido un asiduo visitante a la ópera, que bebía champagne en la cena, que portaba uniformes hecho a la medida, que acostumbraba usar colonia y que se ofendía si olía la mierda de un caballo, que dormía en camas mullidas, ahora se encontraba en el verdadero ejército mexicano, el de las tortillas viejas, los frijoles podridos, el pan con gorgojos, las mentadas de madre que azulaban el aire, los petates a manera de colchón, las soldaderas cabronas que interrumpían su marcha –brevemente—para parir un chamaco, y el olor de la soldadesca que no se bañaba en semanas porque en el norte pos nomás no hay agua. 

Pasaron los años y eventualmente Cervantes se encontró asignado al 88 batallón de infantería.  Este operaba nominalmente en la línea Coscomatepec-Orizaba-Tierra Blanca.  Acaso contaba con 250 hombres, la mayoría oficiales y jefes.  Cuando aconteció la huelga de las hilanderas hubiera sido natural que el gobierno los hubiera usado para reprimirlas a sangre y fuego.  Sin embargo, ese dudoso honor correspondió al 29 batallón de Aureliano Blanquet, traído de ex profeso desde la capital para asesinar a las obreras.  Tal parecía que al mando supremo le importaba una chingada la existencia del 88.  Era ese cuerpo donde asignaban a los oficiales en desgracia. 

Todo eso cambio cuando inicio la insurrección maderista.  Debo apuntar que Veracruz era un hervidero de rebeldes.  No, la revolución no se inició nada más en el norte.  En Veracruz abundaban los cabecillas que se alzaban en armas en todo sotavento.  En los alrededores de Puerto México (Coatzacoalcos) también pululaban los rebeldes y no había tren que no fuera asaltado o peor, dinamitado.  Y en el norte, en los feraces campos petroleros de la Faja de Oro, los ataques a los yacimientos eran constantes.  Los británicos amagaban ya con mandar a los Royal Marines para proteger los pozos.  Pero, por alguna razón, en lugar de usarlo en Veracruz, uno de los “genios” del mando supremo ordeno que el 88 se reconstituyera con gente de leva y se le mandara a Ciudad Juárez a pelear. 

Y es en medio de la inducción de las levas al 88 que nos encontramos con Cervantes, el cual trata de olvidar su situación bebiendo un humilde mezcal en lugar del whisky al que se había acostumbrado en Chapultepec. 

Cervantes saco de su magro menaje un disco y le dio cuerda a su vitrola. Tal vez, pensó, Mozart le ayudaría a olvidar las mentadas de madre que afuera se oían.  Fue un error.  La aguja, colocada aleatoriamente, había caído en el aria de Figaro a Cherubino, el Non più andrai, lo cual traduzco con poca fortuna: 

Non pui andrai farfallone amoroso, No quieras más, mariposo amoroso,
Notte e giorno d'intorno girando, Noche y día andar girando,
Delle belle turbando il riposo, Perturbar el sueño de la bella
Narcisetto, Adoncino d'amor. Narciso, Adonis del amor.

Delle belle turbando il riposo, Perturbar el sueño de la bella
Narcisetto, Adoncino d'amor. Narciso, Adonis del amor.

Fra guerrieri, poffar Bacco! Entre los guerreros, ¡jurando por Baco!
Gran mustacchi, stretto sacco, Gran bigote, entre estrecheces y
Schioppo in spalla, sciabla al fianco, Mosquete al hombro, sable a tu lado,
Collo dritto, jules is god, Cuello recto, Julio es dios,
Un gran casco, o un gran turbante, Un gran casco o un gran turbante,
Molto onor, poco contante. Mucho honor, pero poco contante.
Poco contante Poco contante
Poco contante Poco contante

Ed in vece del fandango Y en lugar del fandango
Una marcia per il fango. ¡Una marcha por el fango!

Per montagne, per valloni, Por las montañas, entre los valles,
Con le nevi, ei solioni, Bajo la nieve y el granizo,
Al concerto di tromboni, Con la música de trompetas,
Di bombarde, di cannoni, Los morteros, cañones,
Che le palle in tutti i tuoni, Entre el retrueno
All'orecchio fan fischiar. Con un collar de Orejas.
 

 ¡Cherubino, a la victoria!
Alla gloria militar! ¡Por la gloria militar!
Cherubino, alla vittoria! ¡Cherubino, a la victoria!
Alla gloria militar! ¡Por la gloria militar! 
Alla gloria militar! ¡Por la gloria military!
 

El disco se hizo mil pedazos cuando Cervantes lo estrello contra la pared.

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