8/17/2017

El Ultimo Tren

Mario Quijano Pavon     "Pomponio"
XI. La Aduana de Ciudad Juárez

Ciudad de México – septiembre de 1968 
Era mediodía cuando regresamos a los multifamiliares en Tlaltelolco. SEDENA me había dado un apartamento ahi.  El chofer de la limusina de la presidencia me dejo frente a estos.  El ojete me despertó bruscamente y ni me ayudo a salir del auto.  Ha de haberse encabronado porque le había meado su puta limusina.  Muy apenas logre salir del auto.  Camine rumbo a mi edificio con mis pasos chiquitos e inseguros, vamos, de viejo, pero me temo que me tropecé y caí de bruces.  De inmediato unos vecinos me vieron y se aproximaron a ayudarme.  Entre ellos estaba mi vecina, doña Lupita.

--¡Ave María, ¿pos que le pasó al general? --exclamó doña Lupita al verme.

--Estoy bien, doña Lupita.  Me tropecé por pendejo.  

La mujer sacudió la cabeza.  He notado que entre más viejo se hace uno más lo tratan a uno como niño.

--¿Lo llevamos a su apartamento y lo acostamos, señora? –le pregunto uno de los vecinos a doña Lupita sin preguntarme a mí. 

Sí, me trataban como un párvulo.  El caso es que entre todos me llevaron a mi apartamento.  Y les reconozco que no hicieron ascos a pesar de que olía a meados.

--¡Ah que las arañas! Que les digo que estoy bien 

--Pos yo no lo puedo dejar solo. Se ve todo alterado --dijo doña Lupita--. Y dice que no se lastimo de la caída pero yo lo vi rebotar al caer.  Vamos, tiene un ojo morado el pobre viejito.  No se me vaya a morir aquí solo.

--¿Y qué carajos importa si me muero solo o con público?  No se preocupen por m, déjenme solo, por favor. A ver si regresa Brígida. Ella me hará compañía.

--¿Brígida es su esposa? pregunto el vecino a doña Lupita en voz bajita.  

¡Como si no fuera yo a oír! No todos los viejos se ponen sordos.

--Si. Pero es un fantasma --le explicó doña Lupita en voz igual de quedita.

--¡Que me dejen solo, carajos! --dije ya con insistencia.

--Ta gueno, nos vamos mi general --accedió doña Lupita--. Ahí le dejé unas entomatadas en la estufa.  Llámeme si necesita algo.

Ya que se fueron los dos, me quite con trabajos mis botas federicas. Luego me quite mi uniforme y ropa interior meada. Me puse una bata.  Luego  me puse a buscar en el closet. A veces un hombre necesita alcohol. En efecto, encontre una botella de cognac media llena. Al estar buscando entre mis tiliches me encontré tambien mi vieja pistola, la misma con que Fierro le había ganado el concurso de tiro a Patton. Estaba toda herrumbrosa. La sopesé por un momento. Estaba cargada. ¿Tendría acaso el valor? Me llevé la botella y me senté en la cama. Me tome dos tragos. Levanté el arma y puse el cañón en mi sien. Apreté mis ojos.

--Quítale el seguro primero, Pavón, no seas tan pendejo --dijo Brígida observándome desde una esquina.

Bajé la pistola. En efecto, tenía el seguro puesto. De pronto ya no me sentía con el ánimo para hacer lo que estuve a punto de hacer.

--Mejor me emborracho, vieja. A ver si el alcohol me mata. 

Me fui rengueando a la sala y me senté en mi sillón. Volví a tomar unos tragos. Brígida me observaba sonriendo. Vieja cabrona.

--¿Tú siempre vas a estar así de chula? --le pregunté--.  ¿Cómo se si no me estas poniendo los cuernos con algún catrín muerto? 

El espectro me hizo una señal obscena.  

--A veces si eres rete pendejo, Pavón.   

Luego me sonrió.  Sentí sus manos acariciar mi cara.  Sabía que era inútil tratar de tocarla.  Era insubstancial.  Solo existía en mi mente, sí, pero trataba de olvidar esto, últimamente con bastante éxito.  Me puse mejor a beber.  Había aprendido que el alcohol ayudaba mucho a olvidar la realidad. 

A través de mi ventana podía observar la plaza de las tres culturas.  A lo lejos podían adivinarse las copas nevadas de los volcanes. El trago me amodorró.  Los volcanes se fueron desvaneciendo.  Se hizo de noche de improviso, ahí mismo oscureció, dentro de mi apartamento, aunque afuera era todavía de día.  La oscuridad era total.  Empecé a distinguir los fuegos de unas fogatas.  A su alrededor grupos de sombrerudos se arrejuntaban pues el desierto siempre es muy frio al anochecer.  Se oía el aullar de los coyotes y risas de hombres y una que otra guitarra.  El olor a carne asada se mezclaba con el olor a tropa que no se ha bañado en semanas.  Ese último olor es difícil de olvidar y nunca se acostumbra uno a este.  En lontananza se veían los tenues quinqués de las casas de Ciudad Juárez.  Eran mediados de abril de 1911. 

Dentro de una casa de adobe dos hombres  estaban sentados frente a una mesa improvisada.  Sobre esta había un mapa del norte de México que había sido tal vez confiscado de una estación del tren.   

Uno de los hombres era chaparrito, calvito, con piochita, y traía un brazo en un cabestrillo pues habia recibido un plomazo ahí ante Casas Grandes.  Se trataba, por supuesto, de Francisco I. Madero, el líder de la insurrección.  El otro era más alto, bien plantado, de lentes.  Se trataba de su hermano Raúl. 

--Yo creo que el italiano Garibaldi tiene razón Pancho –dijo con énfasis Raúl--.  No podemos dejar que Alanís y su gente hagan lo que gusten.  Esta demanda es inaceptable.  Se les tiene que disciplinar. 

Madero alzo la carta que había recibido de Alanís, el líder del contingente magonista y leyó en voz alta. 

--Al no estar de acuerdo con la propuesta de negociar con los enviados del gobierno y ante la falta de iniciativa que aducen he demostrado Alanís y su gente anuncian que se retiran de nuestras filas y conducirán una campaña militar en paralelo en contra del gobierno federal. 

--O sea, desconocen tu autoridad, Pancho –insistió Raúl--.  Así, sin disciplina, no se puede hacer la guerra, hermano.  ¿Y por qué carajos accedieron entonces a integrarse a nuestras filas?  Hemos sitiado Ciudad Juárez.  Lo podemos tomar por asalto.  Los federales no tendrán más de mil soldados en esa plaza.  Pero no podemos hacer tal si hay desunión en nuestras filas. 

--Yo prefiero negociar la capitulación, Raúl.  Díaz ya anuncio que enviara representantes.  Creo que podemos llegar a un acuerdo y evitar que corra más sangre. 

--Pues tú sabrás, Pancho.  El caso es que hay que hacer un ejemplo de Alanís y su gente.  Nomás no te tienen respeto.  No portan el moño tricolor como el resto de nuestros soldados sino uno rojo. Desconocen los nombramientos de los oficiales que les impones y quieren elegir a sus jefes por medio de elecciones.  ¿En qué cabrón ejército los soldados eligen a sus oficiales?  Y no quieren tomar prisioneros.  Dicen que los federales nunca lo hacían con ellos.  ¿Qué decides?  Garibaldi dice que está dispuesto a someterlos con el contingente de la legión extranjera. 

--No estaría bien.  ¿Te imaginas si se supiera que use extranjeros en contra de mexicanos?  Y peor, son en su mayoría gringos esos amigos. 

--¿Pero Orozco?  Don Pascual es el jefe más importante.  ¿Te apoyaría si ordenas meter en cintura a los magonistas? 

--Don Pascual es medio equivoco a veces.  No me da buena espina. El único que creo que haría lo que ordene sin chistar seria Villa. 

--¿Francisco Villa?  Válgame Dios, Pancho, el fulano es un grandísimo cabrón.  Sería un baño de sangre. 

--No veo de otra Raúl.  Hablare con Villa en la mañana.  Le pediré que se vaya con tiento.  Los magonistas son muy buenos soldados y son muy disciplinados y los vamos a necesitar. 

--No te hagas ilusiones, Pancho –le aconsejo Raul--.  Tal vez los magonistas sean buenos soldados pero para ellos tu eres un enemigo.  Representas al burgués catrín y afrancesado y peor, eres hacendado.  No me extraña que no te quieran obedecer. 

--¿Pos no se la pasan esos cabrones haciéndole homenajes al tal Praxedis Guerrero?  Tengo entendido que ese difuntito era hijo de un hacendado de Guanajuato. 

Raúl se levantó y se puso su abrigo y su sombrero.  Conocía bien a su hermano y sabía que era difícil hacerlo oír consejo una vez que tomaba una decisión 

--Pos si, Pancho, pero me temo que tú no eres el tal Praxedis.  No me gusta admitirlo pero creo que ese cabrón ya hubiera tomado Ciudad Juárez.  Y te digo esto abiertamente, a pesar y tal vez porque eres mi hermano y te quiero mucho. 

Pánfilo Alanís y su gente eran como 300 cabrones bastante entrones que estaban acampados junto al rio Bravo algo más al sur del cuartel de Madero.  Ya amanecía.  Pánfilo encendió un cigarro de hoja. Alrededor de él y de una fogata estaban reunidos sus compañeros de armas. 

--¿Entonces ahuecamos el ala, compañero Pánfilo? –pregunto mi tío Francisco. 

--Pos sí, no veo de otra compañero Pavón.  No tiene caso seguir aquí haciéndonos pendejos.  El burguesito de la piochita ahora va a dizque negociar con el gobierno.  Nosotros no nos lanzamos a la bola para andar negociando con el maldito buitre viejo de don Porfirio, ¿verdad? 

--Podemos volvernos sobre Casas Grandes –sugirió mi tío Francisco--.  La conozco.  Y podríamos vengar a Praxedis. 

--Eso, compañero Pavón, será algo que se decidirá entre todos una vez que nos larguemos de aquí. 

--Compañero Alanís –anuncio uno de los magonistas--.  Viene un enviado de parte de Madero. 

--¿Viene solo? 

--Si.  Es el tal Francisco Villa. 

Inútil es describir a Francisco Villa.  Ustedes ya lo conocen después de tantas imágenes que circulan de él.   

Villa entro al campamento magonista.  Estaba solo.  Sin decir palabra se plantó frente a Alanís.  Luego se hinco y poso su mano sobre su cinturón.  Hubo un momento incómodo.  Pero Villa solo produjo la taza que le colgaba del cinto y se sirvió de la cafetera que tenían los magonistas. 

--De nada, Pancho –dijo lacónicamente Alanís. 

Villa sonrió con los ojos entrecerrados.  Era la sonrisa de un lobo estepario. 

--¿Así que ustedes se van a pelar señores? –pregunto Villa. 

--Si –admitió Alanís sin caer en la tentación de dar explicaciones inútiles--.  ¿Quién diablos nos lo va a impedir? 

Villa tomo un sorbo del café y sonrió. 

--Esta bueno el café.  Ayuda para el frio.  Y respecto a lo que pregunta, pos yo soy el bueno.   

--¿Usted solo nos va a impedir irnos de aquí, Villa? 

--No, no estoy solo.  No soy tan curro.  Tengo a 900 soldados desplegados alrededor de ustedes, con ametralladoras. 

--No me sorprende.  Madero le dio las tres ametralladoras que tiene a la mano. 

--Son una chulada de máquinas –sonrió Villa--, de las que llaman Maxim enfriadas por agua.  Las compro el señor Madero en el otro lado.  Podrían cubrir con plomo todo este llano en segundos.  No quedaría nadie vivo. 

Los magonistas maldijeron quedamente. 

--Y me imagino que si usted no regresa a sus filas después de cierto tiempo van a abrir fuego, ¿verdad? –se atrevió a sugerir mi tío. 

Villa lo vio fijamente tomando la medida de mi tío y sonrió.  Sus ojos, sin embargo, no sonreían.   

--Pos si, así es, muchachito.  Y ya hemos dilatado mucho, ¿no cree? 

--Valiente revolución que se la pasa discutiendo a lo pendejo con los porfiristas –escupió Alanís--.  Bien, ¿y qué diablos quiere Madero? ¿Qué nos quedemos a besarle los tompiates a los federales? 

--Pos mire, por el momento, usted se regresa conmigo, Alanís –explico Villa. 

--¿Me va a fusilar?  No le tengo miedo a la muerte –contesto Alanís. 

--Lo sé bien.  Nadie lo acusa de ser coyón, Alanís.  Y no, no me han ordenado fusilarlo.  Y tráigase con usted a este muchachito –dijo Villa señalando a mi tío. 

--¿Y qué de mi gente? 

Villa se paró y encaro a los magonistas. 

--Por el momento, ustedes, muchachitos, entregaran las armas a mi gente.  

--Usted es también proletario, Villa –le espeto Alanís--.  ¿Por qué sirve a esos burguesitos? 

--No diga más, señor Alanís –advirtió Villa--.  Yo respeto mucho al señor Madero.  Pero si, sépanlo que esta situación no puede durar más.  Ciudad Juárez debe ser tomada de una u otra manera.  Dejen mientras que los catrines hablen.  Pronto habrá oportunidad de entrarle a los plomazos. 

Alanís le hizo una señal a sus hombres y el y mi tío le entregaron sus pistolas a Villa. 

--Hagamos lo que piden estos amigos por ahora, compañeros.  Ya habrá oportunidad de actuar contra los oligarcas. 

Seguido de Alanís y de mi tío Villa salió sonriendo del campamento magonista.  Ya que llegaron a despoblado mi tío lo encaro. 

--Pos ya no la haga de tos, señor Villa.  Si nos va a llenar de plomo pos hágalo de una vez. 

Villa los encaro.  Su mano estaba en su pistola. 

--Díganme una cosa, señores.  ¿Es cierto que los mandos de su tropa son puros maestros? 

--Así es –contesto Alanís--.  Los compañeros nos hicieron el honor de elegirnos  como sus líderes porque sabían que casi todos somos maestros.  Yo mismo solía dar clases en un jacal por el rumbo de Agua Prieta y el maestro Pavón aquí lo hacía en Veracruz.  ¿Qué con ello? 

--Pos le aclaro entonces que Francisco Villa será muy cabrón, sí, pero nunca mataría a un maestro.  Pero les advierto, señores: no me busquen porque me encuentran.  Ahora síganme por favor que el tiempo apremia. 

Mientras tanto, en Ciudad Juárez, yo era dado de alta en el hospital militar.  Estaba rete flaco y débil.  Encamine mis pasos hacia la aduana pues ahí me habían dicho estaba acampado el 88 batallón. En efecto, el primero que vide al entrar ahí fue al cabo López. 

--Reportándome de vuelta, mi cabo –anuncie tratando de plantarme derechito y saludar como si fuera un prusiano.  Me temo que no podía dar un taconazo pues solo portaba huaraches.

--¡Puta madre!  ¡No te moriste Pavón! –me dijo el soldadote. 

Mis otros compañeros me dieron la bienvenida. 

--Carajos, Pavón, si serás pendejo –dijo el sargento Toribio aproximándose. 

--¿Por qué sargento? –pregunte saludándolo marcialmente. 

--Te hubieras seguido directamente al otro lado chamaco.  De todo el 88 solo quedamos los cien que estamos aquí en la aduana.  El resto se ha muerto o ha desertado o los han fusilado por intentar desertar o se murieron con el tifo. 

--¿Solo quedan cien? 

--Si.  Peor, estamos a la orden directa del puto de Cervantes –advirtió Toribio--.  Lo acaban de nombrar mayor y es el nuevo comandante de lo que queda del 88.  Trata de no atraer su atención, Pavón.  No te vaya a pisar el cabrón. 

--¿Y nos van a atacar los maderistas, sargento?  Oí en el hospital que estábamos sitiados. 

--En efecto, los maderistas cortaron la vía del tren en Bauche.  Solo nos llegan vituallas desde El Paso, gracias a Dios.  Si no, ya nos hubieran rendido por hambre.  Y no dudo que se desatara la balacera en cualquier momento.  Tengo entendido que los jefes están negociando.  Pero dudo que el viejo Navarro se vaya a querer rendir. 

El general federal, Juan J. Navarro, era un veterano de la guerra contra los franceses y tenía fama de ser durísimo. 

--Ven conmigo, Pavón –me ordeno Toribio--.  Te voy a asignar con el sargento Domínguez, en el techo. 

Seguí a Toribio.  La aduana era un edificio vasto y de gruesas paredes.  Sería fácil de defender.  Llegamos a la azotea y ante mi había una amplia terraza.  Desde ahí se podía ver toda Ciudad Juárez, el rio, y El Paso.  

--A ver, Domínguez –anuncio Toribio--.  Aquí le traigo otro soldado. 

Domínguez era un indito menudito muy callado con las insignias del arma de artillería.  Tenía con él a otros dos soldados de artillería y a uno del 88. 

--Ponga sus tiliches en la esquina –ordeno Domínguez--.  Hacemos vivaque ahí.  El parque está en la otra esquina, por seguridad, y vamos por agua y a cagar al rio mientras se pueda. 

Atrás de uno de los parapetos de la terraza estaba un mortero.  Era uno de los tres con que contaba la guarnición de Ciudad Juárez. Domínguez y sus soldados eran los encargados de servirlo.  Yo y el otro soldado del 88 teníamos el encargo de protegerlos de los maderistas. 

--¡Atención! –grito uno de los soldados de artillería. 

De inmediato nos pusimos en posición de firmes.  El ahora mayor Cervantes, seguido de un oficial con los galones de coronel se aproximaba.  Cervantes, como siempre, estaba inmaculadamente vestido.  El coronel era un tal Tamborel que usaba el bigotazo a la káiser tan de moda entre los militares de entonces.  Nos regresaron el saludo sin prestarnos atención, lo cual yo agradecí.  Discretamente trate de ocultarme detrás del sargento Toribio. 

--Que buen punto de observación es este, Cervantes –dijo Tamborel—sacando unos binoculares y escudriñando el horizonte. 

--En efecto, mi coronel –afirmo Cervantes--.  Desde aquí se domina toda esta sección del rio.  Es más, mire usted en esa dirección.  ¿Ve la casa de adobe allá?  Es el cuartel general de Madero. 

--Ah, cabrón –sonrió Tamborel--.  Me daría gusto bombardear a Madero y a sus roba vacas. 

--No, coronel, el lugar está fuera de nuestro alcance, me temo –explico Cervantes--.  El sargento Domínguez aquí es un artillero excelente y, créame, ya le hubiéramos llovido granadas a Madero si estuviera más cerca. 

--¿Cómo es eso Domínguez? 

--Sí, mi coronel –contesto Domínguez--.  El blanco esta 2.3 kilómetros según mis instrumentos.  Mi mortero tiene un kilómetro de alcance a lo más. 

--Lo que si podemos hacer –explico Cervantes—es castigar a esos cabrones si vienen a través de esa calzada que bordea el rio.  Les costara un rio de sangre tan solo aproximarse. 

--Excelente –dijo Tamborel--.  Le hare saber todo esto a mi general Navarro. 

Ya que se fueron los dos oficiales en efecto pude observar como el sargento Domínguez hacia cuidadosos cálculos.  A veces me pidieron que caminara a lo largo de la calzada y plantaba un banderín cada que caminaba cien pasos.  Me detenía entonces mientras Domínguez tomaba nota y hacia ajustes.  Luego me daban la señal que avanzara otros cien pasos.  En efecto, los maderistas, si se aproximaban por ahí iban a estar sujetos al fuego de nuestro mortero.  Esa calzada iba a ser un matadero.

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