8/16/2017

El Ultimo Tren

Mario Quijano Pavon     "Pomponio"


X. El Glorioso 88 Batallón de Infantería Atraviesa el Desierto
Póngase usted en mis huaraches.   Yo, que era tan solo un chamaco pendejo, no tenía ni siquiera una puta idea de lo vasto que era México.  El convoy que llevaba al 88 tenía ya muchos días en camino.  Pasábamos  pueblos y pueblos y todos se parecían.  A veces había esperas de varios días sin que nadie se dignara explicarnos a nosotros, la carne de cañón, el porqué de la demora. De plano, ya no tenía yo ni idea de dónde diablos estaba o como carajos podría regresarme a mi natal Veracruz y a mi añorado Coscomatepec.  

Conforme nuestro convoy avanzaba rumbo al norte los pueblos se iban haciendo más polvosos y tristes. Y el frio se había puesto de la chingada.  Nunca en mi vida había sufrido tanto frio.  Calaba, y, como había descrito, en el ejército no teníamos ni ropa ni zapatos ni una chingada para aguantar ese frio a la intemperie. Viajábamos sobre los vagones, sujetos al chiflón inmisericorde del desierto vestidos en los delgados uniformes color de mierda seca de los federales.  Buscando calor nos arremolinábamos alrededor de las fogatas que los jefes nos habían enseñado a hacer encima del techo de los carros de ferrocarril.   

Conforme el convoy del glorioso 88 batallón de infantería avanzaba en medio de ese frio horrendo íbamos sufriendo bajas.  En cada estación dejábamos a los enfermos y los cadáveres de los que se nos morían.  De los 500 infelices con que habíamos salido de Orizaba ya no quedábamos sino unos 350, si acaso.

--¡Arriba cabrones!  ¡A preparar el rancho! –exclamo el sargento Toribio despertándonos. 

Estaba yo rete entumido.  Y cuando trate de incorporarme me sentí desfallecer.  El sargento Toribio me agarro del cuello como si fuera yo un muñeco y evito que me cayera de lo alto del vagón. 

--¿Y qué chingaos te pasa Pavón? –pregunto el hosco soldadote. 

--Jijos, sargento –alcance a decir antes de caer de bruces. 

--¡Puta madre! –juro Toribio poniéndome la mano en la frente--. Estas que ardes de fiebre, chamaco cabrón.   

--Sí, creo que tengo calentura, mi sargento. 

--O tal vez tienes tifo.  Te ha de haber picado un animal. 

--¿Tifo? 

--Si, una pulga o un piojo te mordió y te pego el tifo.  Contigo ya son seis cabrones que me caen con tifo en la compañía.  Cinco ya se me murieron y al sexto ya le andan rondando los zopilotes. 

--Santo Dios. 

--Le puedes reclamar en persona. 

--¿A quién, mi sargento? 

--A Dios.  Creo que te vas a morir cabrón. 

No dije nada.  Ya conocía al sargento.  Era cruel, sí, pero su crueldad no tenía malicia: nacía de su oficio de matancero de hombres.  Además, estaba yo tan agotado que ni capacidad de asombro (o de indignación) tenía ya.   

--Pos será una boca menos para darle de tragar.  ¡Entre menos burros más olotes! –se rio el sargento Toribio--.  ¡A ver, cabo López! 

Este tal López era de los de intendencia y supervisaba la preparación del rancho de la tropa ayudado por las soldaderas. 

--Usted dirá, mi sargento –dijo López. 

--Búscale una frazada a este infeliz chamaco pendejo –ordeno Toribio--.  Y asegúrate que coma.  Si no se nos muere al anochecer entonces podrá vivir para que lo mate de un plomazo un maderista. 

--No se preocupe, mi sargento –contesto López--.  Yo me asegurare que viva para que lo mate un maderista.

No sé si pasaron horas, días, o semanas.  Estaba delirando.  A veces veía a la figura desnuda de la Grilla y gritaba su nombre (cosa que causaba risotadas entre los que me oían).  Pero le reconozco al cabo López y a una soldadera muy prieta y gorda, cuyo nombre nunca supe o ya no recuerdo, el que hicieran esfuerzos heroicos por mantenerme con vida.  

Tenía la vaga idea que me iban a dejar en alguna estación intermedia.  Tal vez así hubiera sido pero tal parece que no había pueblos en esas soledades.  En momentos de lucidez vide al desierto extenderse en todas direcciones.  En el horizonte se veían sierras coronadas por abruptos picos y peñascos.  El lugar era una desolación absoluta y su crueldad se intuía con facilidad.   

La locomotora hacia paradas para tomar agua de un tanque pero no había caserío junto a estos, si acaso un jacal de mala muerte que quería pasar por estación de ferrocarril y terminal de telégrafos.  Si me hubieran dejado en semejante lugar me hubiera muerto pues estoy seguro que ni a curandero llegaban ahí. 

En medio de mi delirio creí oír tiroteo. Abrí los ojos.  Nuestro convoy estaba detenido.  Junto a la vía estaba una locomotora patas para arriba y unos vagones de pasajeros hechos pedazos.  El desastre era reciente.  Se podían discernir varios cadáveres tirados sin ton ni son alrededor de los restos de ese convoy.  El convoy destruido había sido dinamitado por los maderistas.  Nuestro convoy se había tenido que detener y era vulnerable.   

En efecto, un tiroteo me había despertado.  Los maderistas nos habían emboscado.  Junto a nuestro convoy vide a unos diez soldados federales muertos.  Eran del 88.  Los habían venadeado los maderistas.  Y esos cabrones parecía que tiraban mejor que nosotros.  También vide claramente al hijo de la gran puta del capitán Cervantes rugiendo ordenes mientras dirigía los fuegos del 88 sobre unos corrales como a 300 metros de la via.  Las balas zumbaban a su alrededor pero parecía como si le importaran un carajo.  Sera puto, pensé, pero tiene huevos el cabrón.  

Luego el tal Cervantes rugió una orden.  Varios jefes, incluyendo al sargento Toribio, comenzaron a darle de patadas y empujones a la tropa bisoña para que cargaran sobre el corral.  Pero antes de que cerraran con el punto salieron huyendo del corral unos sombrerudos montados.  Serian como una docena.  Los soldados del 88 empezaron a balacearlos pero no tocaron a ni uno solo.  Y como éramos infantería no los podíamos perseguir. 

Tal vez soñé todo eso.  El caso es que si hubo tiroteo y emboscada yo seguí arriba del vagón a veces temblando de frio y otras veces ardiendo en calentura.  Me sentía de la chingada.  López me había proporcionado una humilde frazada y en ella me había enrollado. Serviría de mi sudario, pensé.  Sí, me hubiera gustado reclamarle a Dios en persona si me moría.  Pero más bien había llegado al punto en que le reclamaría a Dios el no haberme levantado antes.  Así fue como, en algún momento de mi agonía, el glorioso 88 batallón de infantería entro a Ciudad Juárez.  Eran los primeros días de enero de 1911.

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