8/16/2017

El Ultimo Tren

Mario Quijano Pavon    "Pomponio"

IX.    Casas Grandes


San Antonio, Texas – finales de noviembre de 1910 


Praxedis Guerrero prendió su cigarro inglés. 
--Señores, los reportes que nos llegan indican que lo de Madero prendió –indico Praxedis poniendo su mano sobre varios telegramas. 
--Me asombra que los burguesitos le hubieran entrado a los plomazos –apunto con escepticismo Ricardo Flores Magón. 
--No hay duda, Ricardo –insistió Praxedis--.  Hay brotes en toda la república.  Pero no, esto no está prendiendo en las ciudades.  Por ejemplo, en Veracruz, reportan que varios rebeldes han asaltado haciendas por el rumbo de Jaltipan. 
--O sea, es el proletariado el que se está levantando –afirmo Jesús Flores Magón. 
--Son los más entrones –admitió Praxedis--.  La gente de rancho tiene armas o por lo menos machetes y muchas cuentas que ajustar con la oligarquía.  Tanta injusticia cometida por tanto tiempo no podía quedar impune. 
--En tal caso, ¡debemos seguir publicando para atizar la rebelión! –propuso Ricardo. 


Praxedis sacudió la cabeza. 
--No señores –dijo Praxedis--.  Ustedes me nombraron comandante en jefe de la confederación de ejércitos liberales.  Si me contento con ostentar el nombre ese tan rimbombante y no actuó sería ridículo.  Bajo ningún concepto debemos permitir que los burguesitos de Madero se apoderen de esta revolución.  Si eso ocurre, esta no llevaría a nada y quedaría inconclusa.  Vamos, ustedes lo saben bien.  Niéguenlo. 
--Tenemos muy pocos medios, Praxedis –explico Ricardo. 
--Lo sé –reconoció Praxedis--.  Algo me quedaba de mi herencia familiar, joyas, relojes, que se yo.  Lo vendi todo.  Propongo dirigirme a El Paso y ahí comprar armas.  Tenemos simpatizantes ahí que estoy seguro se me unirán. 
--Por Dios, Praxedis, necesitamos tu pluma aquí –le rogo Ricardo. 
--Si, Praxedis –le insistió Jesús--.  Servirás mejor a la revolución desde aquí, escribiendo, arengando.   


Praxedis se levantó bruscamente. 
--Señores, por favor, no insistan.   
--¡Te vas a hacer matar a lo pendejo! –le espeto Jesús. 
--¿Y vamos a seguir de mirones mientras los burgueses encabezan esta revolución?  ¡Con un carajo!  Nos costó mucha sangre y muchos muertos llegar hasta este punto.  Acuérdense de los alzamientos previos y todos los caídos que sufrimos cuando estos fracasaron.  No actuar seria traicionar su memoria. 
--Nadie habla de traicionar, Praxedis –dijo Ricardo. 
--Pos para mí si sería tal, Ricardo.  Yo me voy.  Ojala nos volvamos a ver. 


Ni Ricardo ni Jesús dijeron una palabra cuando vieron a Praxedis dirigirse rumbo a la salida.  Sin embargo, este se detuvo y se volteo a verlos.  Praxedis abrió sus brazos y los dos hermanos Flores Magón lo abrazaron.  Así fue como Praxedis salió de la redacción de Regeneración.  Tenía los ojos llorosos.  Luego recogió sus pocas pertenencias en el humilde cuarto que rentaba y se encamino a la estación del tren. 


Casas Grandes – primero de enero de 1911 


Mi tío, Francisco Pavón, se apeó de un vagón de segunda. Escudriño a su alrededor con recelo.  Estaba solo.  De sus dos compañeros, uno había decidido regresarse a Veracruz cuando llegaron a Tlaxcala.  El otro fue levantado por la leva en San Luis Potosi.  Fue a base de muchos sobresaltos y peripecias que Francisco había logrado llegar tan al norte.  Iba siguiendo rumores, noticias vagas de alzamientos.  Los periódicos del régimen sistemáticamente ocultaban la verdad.  Finalmente estando en Chihuahua había oído que una columna al mando de Praxedis Guerrero había amagado Casas Grandes y hasta ahí había encaminado sus pasos. 


El frio era glacial.  Francisco se tapó con su sarape y se caló el sombrero.  Varios trenes militares ocupaban el andén.  Veía a las soldaderas de los federales preparar el rancho.  Varios juanes se arremolinaban junto a una fogata.  Francisco los veía con recelo. Decidió alejarse de la estación para evitar que lo detuvieran. Encamino sus pasos al pueblo.  No había señales de un combate. ¿Sería falso lo que había oído que Praxedis Guerrero había intentado tomar Casas Grandes? 


En una fonda pudo entablar conversación con el cantinero, un peninsular. 


--Si, hubieron unos tiroteos en las afueras hará una semana. 
--¿Era la gente de Praxedis Guerrero? 
--En efecto, tal era el nombre que se mencionaba del cabecilla. ¿Por qué os interesa? 


Francisco vacilo.  El peninsular se rio. 
--No os preocupéis, amigo.  No sois el primer aventurero que entra aquí.  Soplan vientos de fronda, carajos, y yo prefiero no meterme en vuestros asuntos.  El caso es que según dicen ya está juzgado de Dios ese tal Praxedis. 
--¿Qué dice usted? 
--Pues, veréis, Praxedis Guerrero no pudo tomar este pueblo. Dicen que no tenía sino una docena de hombres y la guarnición eran como 100.  El caso es que se dirigió a Janos. 
--¿Dónde está eso? 
--Como a 70 kilómetros más al norte.  Según esto el tal Praxedis tomo el pueblo pero al hacerlo murió. 


Francisco puso su vaso bruscamente en el mostrador. 
--¡Puta madre! 


El peninsular le sirvió otro trago. 
--Hoy traen el cadáver y mañana va a haber fiesta. 
--¿Fiesta? 
--Si, la guarnición trae varios prisioneros.  Los van a ajusticiar, tengo entendido.


Francisco puso unas monedas y salió de la taberna.  Sentía como si le hubieran acabado de dar un golpe en lo más profundo del alma. 


En efecto, al atardecer, entro a Casas Grandes una columna de soldados.  Llevaban a unos cinco prisioneros que fueron encerrados en el cuartel.  En las carretas llevaban a varios heridos.  Francisco cometió el error de estar de mirón.  A mentadas de madre los militares lo reclutaron a él y a otros mirones para que ayudaran a llevar a los soldados heridos a una iglesia que habían habilitado como hospital de sangre.  Francisco hizo tal cosa.  Noto que no había rebeldes heridos.  Era de esperar, pensó Francisco, todo rebelde que cae herido el ejército lo remata. 


Una vez que los heridos estaban ya a buen recaudo los militares dejaron ir a Francisco.  Solo quedaba una carreta en medio de la plaza.  Esta estaba llena de soldados muertos.  A pesar del frio y viento ya les revoloteaban las moscas y ya olían.  Seguro, pensó Francisco, si me quedo aquí me van a hacer que los entierre.  Pero aun así no pudo evitar aproximarse.


Los cadáveres todos tenían rictus de dolor y la boca abierta, como si trataran de aspirar un último aliento.  Muchos tenían la ropa tinta en sangre.  La sangre y otros fluidos todavía goteaban de la carreta.  El color de los muertos era igual que la tierra que los había visto nacer, como si tuvieran ansia de integrarse a esta y que el mundo los dejara pudrirse en santa paz.  Entre los cuerpos Francisco creyó reconocer a uno.  Era Praxedis.  Tenía un plomazo en la frente y la bala había destrozado el cráneo al salir por la parte de atras.  Francisco retrocedió con espanto y dejo escapar un sollozo.   

--¿Qué busca usted aquí? –le pregunto una mujer. 


Francisco vio a su alrededor.  Varias mujeres lo rodeaban.  Eran soldaderas federales.  Algunas traían chamacos en el pecho. 


--Nada, señora, ya me voy. 


--Pos váyase. Déjenos llorar a nuestros muertos en santa paz –le espeto la mujer. 

Francisco reconoció que de seguir ahí le iba a ir mal.  Decidió retirarse.  Era lo prudente.  Encamino sus pasos a la estación de ferrocarril.  No sabía adónde ir.  Pero tenía a toda costa que irse de Casas Grandes.  Mañana, sabía, habría “fiesta” y fusilarían a los cinco prisioneros magonistas.  Asi pues, se dirigio con toda premura rumbo a la estación del tren, dispuesto a largarse de Casas Grandes en el primer convoy disponible. 


Mientras tanto en la estación del tren un fulano con ojos lupinos observaba las maniobras.  Vestía el uniforme de un conductor.  La mayoría de las locomotoras habían sido confiscadas por el gobierno para jalar los convoyes de tropas.  Tan solo quedaba una vieja locomotora, una 4-6-0 o ten wheeler como le llamaban los gringos.  Esta era una reliquia del siglo XIX con una chimenea descomunal.  


Rodolfo Fierro, que tal era el nombre del conductor, maldijo quedamente.  Sus órdenes era formar un convoy con tres vagones de pasajeros y dos carros cajas además del cabus.  No estaba seguro si la vieja locomotora podría jalarlos.   


Fierro recorrió el convoy, asegurándose de que los enganches estuvieran todos firmes.  Era un hombre meticuloso, que no confiaba en que sus subordinados.  Una vez que todo parecía que estaba en orden hizo una señal al maquinista.  La vieja locomotora silbo tres veces.  Al principio resbalo. El maquinista soltó arena para asegurarse que la maquina tuviera tracción.  Poco a poco comenzó a moverse el convoy.  Iba rumbo a Ciudad Juárez. 


Francisco Pavón llego corriendo justo a tiempo para subirse a bordo del convoy de Rodolfo Fierro.

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