8/04/2010

La Puta de Babilonia ( Fragmento Cuatro )

Del libro de Fernando Vallejo
Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret, el conde de Montfort se fue a saquear a Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Almarico y quemó a ciento y cuarenta albigenses. Y he aquí el comienzo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en los siglos venideros a los esbirros de Domingo de Guzmán. De  Minerve el conde pasó a Lavaur donde quemó a cuantrocientos. Tal vez sean estas hazañas las que le valieron el elogio de "valeroso caballero cristiano" que le hizo el papa Inocencio durante el Cuarto Concilio de Laterano. Ahora bien, si a Montfort le tocó condado, a Almarico le tocó arzobispado: el de Warbona. Para mí que se merecía más, la silla pontificia no bien no murió Inocencio. ¡Qué menos para quien fuera alma y nervio de la Cruzada albigense!  Que es como se designó a esta campaña de exterminio, con cierta impunidad en verdad pues cruzadas son las masacres de mahometanos a manos de cristianos, no de cristianos a manos de sus correligionarios. ¡Qué importa, de algún modo hay que llamar las cosas!¿Y cómo juntó su inmenso ejército el legado papal? Gracias a las promesas de Inocencio a los que sumaran a su cruzada: propiedad de tierras conquistadas, dispensa del gasto de intereses en las deudas, inmunidad ante las cortes civiles, absolución de todos los pecados y las mismas indulgencias prometidas a los cruzados de Tierra Santa. Y ahí va el futuro arzobispo de Warbona con su turbamulta de a pie y de a caballo contra esos herejes alebrestados que predicaban la humildad y la pobreza como Cristo, y que no se reproducían como Cristo.
En realidad el verdadero motivo de esta cruzada no era la herejía (al fin y al cabo herejes somos todos, hasta los más ortodoxos, pues la herejía de hoy bien puede ser la ortodoxia de mañana) sino la desobediencia al papa, el desacato. A Francisco de Asís, el más pobre entre los más pobres, Inocencio III lo conoció en persona y no lo mató. Pero es que el sumiso Francisco había llegado ante él en son de obediencia, lamiendo pisos; en cambio los albigenses de dieron a discrepar, a refunfuñar, a perorar contra las riquezas y la corrupción del clero. Al papa lo llamaban "el Anticristo" y a su iglesia "la puta de Babilonia", según la expresión de ese libro alucinado y marihuano que escribió San Juan en la isla de Patmos a los 100 años, el Apocalipsis: "Ven y te mostraré el castigo de la gran ramera con quien han fornicado los reyes de este mundo. La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata; resplandecía de oro, de piedras preciosas y perlas; y tenía en la mano una copa de oro llena de las inmundicias de su fornicación, y escrito en la frente su nombre en forma cifrada: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y abominaciones de la tierra (Apocalipsis 17:1-5).

Muerto Inocencio III su cruzada pasó a Honorio III, luego a Gregorio IX (tío del futuro Alejandro IV y sobrino de Inocencio III, quien a su vez era sobrino de Clemente III) y luego a Inocencio IV. En la catedral de Saint Nazair mataron a doce mil. El obispo Folque de Tolosa en su obispado mató a diez mil. Y el arzobispo de Narbona mató a doscientos: los arrojó a una enorme a una enorme hoguera que encendió en el prat des cramats, al pie del castillo de Montsegur. En Agen, en fin, quemaron a ochenta. ¿Tan sólo ochenta? ¿Acaso perdía fuerza la cruzada de los inocencios? Sí, pero por escasez de materia combustible, no por falta de voluntad comburente. Dejaron a la civilización de Languedoc cual tabula rasa . ¡Adiós a trovadores y juglares, cantar en los coros celestiales! ¡Adiós a langue d`oc. Los calumniadores de oficio, que nunca faltan, dicen que durante esa cruzada la Iglesia mató a un millón. ¡Qué va! Si acaso a cien mil. Cien mil que de todos modos se habrían muerto, ¿o me van a decir que después de de ochocientos años seguirían vivos, por más albigenses que fueran? No, no se puede. La tierra gira, el sol se pone y todo se acaba.
Inútil cruzada esta de los albigenses en mi opinión, pues si esas buenas almas de Dios no se reproducían, los hubieran dejado tranquilos y ellos se hubieran acabado solo, como siglos después se acabaron los shakers: por omisión de la cópula reproductora, que es la causa de las causas de este desastre. Lo que sí quedó bien grabado para lo sucesivo en la mente del rebaño cerril --con hierro, fuego, sangre y olor a carne chamuscada-- fue la lección de que al papa se le obedece, queramos o no. Y es que él no es el simple Vicario de Pedro, como se creía erradamente antaño, sino el Vicario del mismísimo Cristo, según el monje Hildebrando, alias Gregorio VII, descubrió. Este antecesor no muy lejano de nuestros Inocencios colocaba su casto y enjoyado pie sobre un cojín de raso y se lo hacía besar por todos: príncipes y lacayos, clérigos y campesinos, putas y damas. La cristiandad se convirtiño entonces en un sumiso rebaño de podófilos (no "pedófilos", que es lo que el padre Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo). Y sostenía el del casto pie que "el papa no podía ser juzgado por nadie". A lo cual bien podríamos agregar hoy día: "ni siquiera por Dios". Pues en efecto, después de dos milenios en que hemos visto desfilar a doscientos sesenta y tres de esos energúmenos ensotanados, ¿ha castigado el Altísimo a uno solo? Más ha castigado a Stalin y Pol Pot... 
Me gusta también de los albigenses su dignidad para morir. Practicaban el endura, que consistía en dejar de comer hasta que llegaban a por ellos, silenciosa, callada, la Parca. Y según nos cuenta el cronista Vaux de Cernay, cuando el conde de Mortfort montó su hoguera en Minerve no tuvo necesidad de forzar a los ciento cuarenta albigenses que allí quemó para que entraran en las llamas: ellos mismos lo hacían por su propio pie, orando sin un lamento. Y entre el crepitar de leña y el olor a carne chamuscada se iban yendo sus almitas puras rumbo a la nada de Dios, que no existe, lejos del infierno de este mundo.

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